¿Quién mató al consenso del 78?

Desde el día que convocó elecciones, Isabel Díaz Ayuso propuso un marco trumpista para arrasar la campaña y en la campaña: ese “Socialismo o libertad” que reformuló con el definitivo “Comunismo o libertad”. Porque había sucedido mejor de lo previsto. Ella y su equipo se apresuraron a radicalizar el primer frame cuando obtuvieron la réplica efectista y demagógica que necesitaban para apuntalar su estrategia divisiva: la consigna “Democracia o fascismo” lanzada por Pablo Iglesias. La antagonización estaba servida. Entre uno y otro extremo, propulsados por el frentismo reaccionario de Vox y con el centro naranja cada día más despoblado, en un santiamén había quedado desactivada la posibilidad de una deliberación crítica sobre la singular respuesta de Díaz Ayuso al reto de la pandemia. No habría debate sobre Las Vegas de la Meseta. Sobre todo habría griterío. Y las terrazas abiertas. La libertad de costumbres era la bandera de la derecha. Porque ni Ángel Gabilondo, atrapado en la telaraña polarizadora, ha logrado escapar de la trampa dicotómica. Así parece como si el martes en la Comunidad de Madrid fuera a escenificarse la enésima batalla de la más trágica de nuestras historias. La del guerracivilismo entre las dos Españas.

 

No es fácil explicar la escapada hacia la cima de la crispación. Serán los signos de los tiempos populistas y, en nuestro caso, el enquistamiento de una serie de crisis –institucional, territorial, generacional…– que no se solucionan sino que han ido solapándose las unas a las otras durante años. Pero lo brutal del caso madrileño –más en Madrid que en cualquier otro lugar del país, “Madrid es España” – es que el deslizamiento por la pendiente de la polarización afectiva se ha producido invocando demonios que, aparentemente, habían sido exorcizados. Somos espectadores de una deriva antisistémica que ha tenido como principal ideólogo a uno de los periodistas más influyentes de los últimos años: el Federico Jiménez Losantos que, con malicia viperina y quevedesca, ha trabajado sin pausa para sabotear el consenso de 1978.

 

Naturalmente él no ha sido el único. Ese consenso reconciliador ha sido saboteado desde diversos flancos, en especial desde la Gran Regresión. Pero Losantos ha actuado en el sistema comunicativo como un chip fundamental: su función en la vida política española ha desembocado en la reconfiguración de la extrema derecha para que acabase siendo una oferta normalizada para buena parte de los votantes conservadores.

 

¿Cómo ha sucedido? ¿Cómo ha linkado su disidencia rupturista originaria con la conformación de un contrapoder reaccionario? Pensando, insultando, movilizando. Actuando como un revolucionario profesional. No de la revolución sino de la reacción. Durante los años centrales de la primera década del siglo XXI dio sin descanso la batalla cultural y con su éxito de audiencias y gracias a su carisma encaminó a miles de españoles a formularse una pregunta vital. Una pregunta tabuizada hasta entonces. Una pregunta sobre su identidad nacional. Una pregunta sobre el nosotros y el ellos. Una pregunta sobre la pertenencia. La pregunta que parece plantearse en las elecciones que se celebrarán el martes.

 

Disidencia

 

Es una pregunta que Federico Jiménez Losantos ha estado elaborando durante más de cuarenta años. Porque esta es una historia que viene de muy lejos. Y que empieza en la Barcelona de la transición.

 

A los veintipocos años, cuando llega a Barcelona procedente de Teruel para estudiar Filología Hispánica (su tesina fue sobre Valle-Inclán), era un activista cultural que se integra en la izquierda radical y el microcosmos underground. Una de las plataformas de ese magma rupturista en lo político y en lo moral era El Viejo Topo. A finales de 1977 dicha revista convocó un premio de artículos de reflexión. Jiménez Losantos lo ganó con “La cultura española y el nacionalismo”. Su tesis de fondo era que la identidad española, a diferencia de otras, “ha sido sumariamente descalificada, unánimemente descartada o declarada impertinente”. En aquel contexto era una idea crítica y formularla podía ser una forma de transgresión. Ese tipo de transgresión era la del equipo de la revista Diwan, cuyo primer número apareció en enero de 1978 y se abría con un artículo suyo sobre Manuel Azaña. Ese texto se integraría en el libro en el que estaba trabajando a petición de la editorial de El Viejo Topo y que allí debía publicarse en una colección que dirigía Biel Mesquida. Pero el editor, disconforme con la tesis central, optó por no publicar un libro titulado Lo que queda de España y a partir de noviembre de 1978 esa decisión generó una polémica que convirtió a un autor sin libro en una figura prometedora y conocida.

 

Así lo presentó Francisco Umbral a principios del verano de 1979 al presentarle el libro. “Estoy aquí, sencillamente, para asistir al nacimiento de un extraordinario escritor español”, sentenció Umbral para cerrar su discurso. Lo era por ideología: “Federico Jiménez Losantos cristaliza su España de siempre en Américo Castro y su España posible en Manuel Azaña”. Lo era, también según Umbral, por estilo: “Por fin, un ensayista que toma su riqueza de Gracián, su gracia de Torres Villarroel, su cultura de todas partes, su asertividad de Ortega, su combatividad de Quevedo y sus giros del cheli de ahora mismo”. Con estas credenciales estaba preparado para la batalla. Porque, por letra y por espíritu, Jiménez Losantos descubre la polémica agresiva como su hábitat natural: provoca a conciencia porque sabe que, cuando le atacan, se crece.

 

Para empezar, decide encararse con dos príncipes valientes y brillantes de la Cultura CT: Javier Marías y Fernando Savater. Y no polemiza con ellos desde un córner. Lo hace desde el centro. El 1 de agosto de 1979 publica una larga tribuna en El País respondiendo a los ataques que esos referentes del mainstream progresista en construcción que habían escrito sin citarle. “El anonimato, en cuestiones de discusión ideológica y política, solo favorece a la mafia de los instalados y perjudica siempre al público que busca más datos para formarse su propio juicio y, llegado el caso, tomar partido por uno u otro bando”. Sin citarlo, Savater le había acusado de españolear. ¿Cuál era el problema? “¿A quién puede ofender que yo vea España como un libro abierto? ¿A quién puede molestar que se ataque la identificación de lo español con lo fascista?”. En esta pregunta se concretaba su disenso en aquel momento consensual. No es un asunto menor. Tras décadas de hipertrofia de nacionalismo español, su presencia en la construcción del nuevo Estado se consideraba tóxica. El nacionalcatolicismo había podrido el nacionalismo español en sus múltiples formas y debía excluirse del consenso del 78.

 

Esa exclusión fundacional, que se consideró útil para la reconciliación (y lo fue), era impugnada por Losantos de manera rotunda. Y ese tipo de disidencia, que mostraba los ángulos muertos del consenso, la seguiría en otro largo artículo de opinión que pocos meses después volvió a publicar en El País. No la firmaba ya como director de Diwan sino como militante de la Federación en Catalunya del Partido Socialista de Aragón.

 

Es una reflexión escrita después del referéndum del Estatut. Aunque se congratulaba por la consolidación jurídica de la autonomía política de Catalunya, señalaba como un problema alarmante el escaso respaldo que había tenido el texto plebiscitado: solo habían votado a su favor el 52% de los ciudadanos. ¿Cómo explicarlo? La tesis del artículo, titulado “La política de la inmigración en la Cataluña actual”, se concentraba en estas líneas: “La política catalana, en su forma actual, no representa sino a la mitad de la población. Dicho de otro modo: casi la mitad de la población de Cataluña carece de representación política, lo cual, en un sistema democrático, basado en la representatividad, supone la base más firme para su subversión y posterior descalabro”. Otra vez hurgaba en otro ángulo muerto, uno básico del consenso catalanista de la transición sobre el que se iba a construir el Estado democrático en Catalunya. Ese consenso, decía, estaba excluyendo del demos autonómico a la mitad de los catalanes porque los partidos que en teoría debían defender los intereses de la inmigración obrera del resto de España eran catalanistas y no defendían su identidad española. Al contrario. La reprimían. O el PSC y el PSUC cambiaban, decía, o debería construirse una alternativa partidista: “La organización de una fuerza política verdaderamente representativa de las opciones y necesidades de grandes capas de población que no comulgan con la política de catalanización a ultranza y asimilismo cultural del PSUC y el PSC-PSOE”. En coherencia con esta reflexión, se presentó a las elecciones autonómicas de 1980 en la lista del Partido Socialista Andaluz. Aquel 20 de marzo la candidatura obtuvo 71.000 votos y dos escaños.

 

Por entonces Jiménez Losantos impartía clases de lengua y literatura española en un instituto de Santa Coloma de Gramenet. Al poco de iniciarse el curso 1980/1981 participó en la elaboración de un manifiesto que denunciaba la situación oficial del castellano en Catalunya. Era una impugnación severa del proyecto de la normalització, que contaba con un respaldo parlamentario amplísimo. El núcleo ideológico del manifiesto coincidía con su diagnóstico sobre la inmigración en Catalunya y, desde un punto de vista sectorial, el texto incidía en la preocupación de un sector de los docentes. “No podemos pasar por alto en este análisis la situación de la enseñanza y los enseñantes. El ambiente de malestar creado por los decretos de traspasos de funcionarios ha puesto de manifiesto una problemática a la que ni el Gobierno central ni el Gobierno de la Generalidad quieren dar una respuesta seria y responsable”. El 25 de enero de 1981 se publicó el Manifiesto por la igualdad de derechos lingüísticos en Catalunya. Lo dio a conocer Diario 16, que dirigía un tal Pedro J. Ramírez. Con su nombre lo firmaban diez profesores y escritores y se decía que lo suscribían 2.300 personas más.

 

Más relevante que ese manifiesto, de entrada, fue la respuesta crítica que tuvo. Porque el consenso sobre la normalització era casi absoluto. Incluso en Madrid. Se opusieron al manifiesto desde la Conselleria de Cultura hasta El País o escritores como Carlos Barral o Jaime Gil de Biedma. Tal vez lo más significativo es que para responder al manifiesto se constituyó una entidad cuyo objetivo era la movilización nacionalista: la Crida a la Solidaritat en Defensa de la Llengua, la Cultura i la Nació Catalanes. En el primer acto de masas que organizó la Crida, celebrado en el Camp Nou, se dio a conocer Terra Lliure. Y a finales de ese curso la banda terrorista secuestró a Jiménez Losantos. Lo llevaron a un descampado, lo ataron a un árbol y el militante Pere Bascompte le disparó en una pierna. Es uno de los episodios de violencia política más repugnantes de la transición en Catalunya. La Generalitat apenas reaccionó. El curso 1981/1982 el profesor de bachillerato se instaló en Madrid. Allí ha vivido desde entonces.

 

Por contraste entre la realidad y el deseo, Jiménez Losantos podría haberse enrolado en las filas del desencanto. Lo hicieron otros activistas del mundo intelectual de la ruptura. No fue su caso. Tampoco entraría en los círculos del poder cultural socialista. Al ser cooptado por Pedro J. Ramírez, primero como colaborador en Diario 16 y luego ya para dirigir las páginas de Opinión, dejó la docencia, se profesionalizó como periodista y poco a poco se implicó en el combate con ideas y palabras contra el felipismo. Digamos que su disidencia originaria se puso progresivamente al servicio de la construcción de un contrapoder en la capital.

 

Contrapoder

 

La escena transcurre a finales de 1990. Llevan ya un par de horas almorzando en el restaurante Solchaga. Son un grupo de periodistas influyentes y el presidente del Partido Popular: José María Aznar. La comida la ha organizado Federico Jiménez Losantos y el propósito compartido por los reunidos es empezar a pensar la alternativa conservadora a un Felipe González que hacía un año había obtenido su tercera y última mayoría absoluta. En sus cuadernos Valentí Puig registró una frase pronunciada por Aznar. “Té l’instant més enèrgic quan, estimulat per Jiménez Losantos, diu que el seu partit no serà la puta més barata de Convergència”. Puede leerse en el dietario Dones que dormen, donde Puig también consigna que “Aznar pot obtenir milions de vots, però no el poder, si no és que el PSOE s’enfonsa tot sol”.

 

Ciertamente el PSOE hizo méritos propios para hundirse durante la primera mitad de la década de los noventa. La corrosión del pelotazo y la corrupción, el desgaste que provoca la falta de alternancia y el escándalo de los GAL. Pero no menos importante para que empezara el principio del fin del felipismo fue un clima de creciente crispación contra el gobierno.

 

Lo articularon periodistas agrupados en la Asociación de Escritores y Periodistas Independientes. Se constituyó como tal en 1994, su presidente era Camilo José Cela, la integraban directores de periódicos, locutores de radio líderes –Luis del Olmo, José María García y Antonio Herrero– y, entre otros, también Federico Jiménez Losantos. En la otra orilla, Juan Luis Cebrián los bautizó como “el Sindicato del Crimen”. Porque parecía una batalla a muerte por el poder político y poder mediático. Fue entonces cuando José María García, Antonio y Luis Herrero migraron a la Cope. Los acompañó Losantos. Todos ellos formarían parte de la conjura contra el gobierno y contra el Grupo Prisa. Y en parte conseguirían sus objetivos, pero el coste en términos de calidad democrática fue considerable. “Para terminar con Felipe González se rozó la estabilidad del Estado”, diría uno de los conjurados: el eterno Luis María Anson.

 

Durante ese periodo Losantos escribía columnas de opinión en Abc y colaboraba en programas de radio. También escribió un prólogo significativo para una reedición de Lo que queda de España. Era un largo texto autobiográfico que le permitía automitificar su disidencia juvenil y, al mismo tiempo, ideologizar su propia memoria: sus años barceloneses le permitían describir la ciudad como un referente de libertad que el pujolismo habría ido cerrando. Es un uso político del ensayo memorialístico al que ha vuelto en diversas ocasiones. De ese momento no es menos significativa su asistencia en 1993 a las jornadas Los derroteros de la libertad en Iberoamérica. Se celebraron en Benidorm, las apoyaba el alcalde de la ciudad –Eduardo Zaplana– y allí estuvieron figuras de primer nivel internacional como Jean-François Revel o Mario Vargas Llosa. Empezó a compactarse entonces un equipo intelectual español cuya principal seña de identidad era el liberalismo combativo. En los años posteriores Jiménez Losantos consiguió que las jornadas tuvieran continuidad en Albarracín –en alguna ocasión asistió Esperanza Aguirre– y allí se pusieron las bases de Libertad Digital, proyecto periodístico del que es uno de los principales accionistas.

 

Pero tras haberse comprometido en el asedio al felipismo, Losantos y sus amigos no recibieron el poder esperado en la reconfiguración del sistema mediático que creyeron que Aznar acometería tras ganar las elecciones en 1996. En su caso personal no era tanto una cuestión de cargos, aunque a finales de los noventa se barajó su nombre para dirigir el Abc –el elegido fue José Antonio Zarzalejos–, como disponer de las herramientas para afianzar la variante española del neoconservadurismo. La iba elaborando FAES. Era la que surgió de la fusión del neoliberalismo con un relato nacionalista de la historia contemporánea de España. En paralelo a los trabajos del think tank, él acabaría de completar una parábola que se ajustaba a una plantilla estandarizada: la de militantes de la extrema izquierda que culminaban su evolución ideológica en un extremo opuesto, de la revolución a la reacción, pero habiendo sido enemigos del moderantismo laico y el liberalismo tolerante del principio hasta el final.

 

La herramienta para luchar por la victoria de esa hegemonía, más que su nuevo periódico (El Mundo), fue La Mañana de la Cope. El referente del programa había sido el periodista Antonio Herrero, un pionero en transformar la retórica que José María García aplicaba al fútbol al análisis político. Pero el año 1998 Herrero murió en trágicas circunstancias y, tras la etapa de Luis Herrero –pronto eurodiputado popular–, en junio del 2003 se anunció que Losantos sería el nuevo conductor del programa matinal. Desde esa tribuna ejercería como un verdadero educador de masas y su retórica empaparía el estilo de jóvenes que estaban aprendiendo el oficio de la opinión periodística. Al poco de empezar su primera temporada como director, los atentados del 11-M del 2004. Todo cambió ese día. También para él. En un país en shock y sobre el dolor de la tragedia, lo apostó todo para transformar su lejana apuesta subversiva en conquista de la hegemonía usando las palabras como puños.

 

En realidad no era algo distinto de lo ocurrido en Estados Unidos tras los atentados de las Torres Gemelas. “El 11-S fue visto por los neocon como una oportunidad para cumplir el programa que venían defendiendo”, ha escrito José María Lassalle. Pero los halcones de Bush lo hicieron desde la Casa Blanca. El 11-M, atacando al gobierno, podía cumplir la misma función en España. A partir de la tragedia, compactar un contrapoder neoconservador para ganar el poder del Estado. Para conseguirlo Jiménez Losantos fue la voz de la campaña de fake news más disolvente del periodo democrático iniciado en 1978: la teoría de la conspiración que bombardeaba posverdad desde unas ondas con el don de la infalibilidad eclesial.

 

Día tras día, desde las siete de la mañana, en la Cope se vivía un “aquelarre antisistema”. La expresión es de Zarzalejos. El periodista fue una de sus múltiples víctimas porque lo era la moderación conservadora. Contra ella, Losantos atemorizaba como un inquisidor al tiempo que ganaba audiencia. Durante toda esa legislatura el locutor fue como Savonarola pidiendo que se incendiara la planta donde Rajoy y su equipo resistían como si vivieran en Fort Apache. Ese éxito lo puso al servicio de la ambición del cardenal Rouco Varela y de la construcción de un contrapoder dentro del PP cuya pretensión era derrocar a Mariano Rajoy. En la operación estaba tácitamente la aznaridad (concesión de licencias de radio, dinero de la caja B para Libertad Digital) y el apoyo explícito del aguirrismo (días de vino y rosas de globalización financiera, dumping fiscal y corrupción con gomina).

 

Mientras el zapaterismo impulsaba políticas de memoria para dignificar los valores republicanos derrotados, él combatió sin piedad esa evolución democratizadora del consenso del 78. A su audiencia, que se había convertido en adicta al insulto y a la conspiración, le estaba dando un discurso galvanizador que llevaban tiempo esperando: el ataque desacomplejado a los valores de superioridad moral progresista. Fue entonces cuando rehabilitó y popularizó el imaginario del nacionalismo reaccionario. La mañana a primera hora y por las noches El gato al agua del grupo Intereconomía. El macizo de la raza resurgía de entre los muertos. La nación cohesionaba de nuevo. Movilización en defensa de las víctimas de ETA, contra el Estatut, la memoria histórica o a favor de la familia tradicional. Así el franquismo sociológico salió del armario y, sin mala conciencia de clase, se exhibió como poder real en el Madrid DF que se estaba yendo mientras el gobierno regional abandonaba los servicios públicos. Las heridas de las dos Españas se reabrían mientras el consenso reconciliador saltaba por los aires.

 

El fin del consenso

 

Hace dos semanas que Mariano Rajoy –Maricomplejines, le llama¬– ha perdido las elecciones por segunda vez. Titular de portada de La Vanguardia del día 25 de mayo del 2008: “Rouco toma partido en la batalla interna del PP”. La información de Enric Juliana abría la sección de Política: “El presidente del episcopado, desoyendo al nuncio y al cardenal de Toledo, propulsa a Jiménez Losantos”. Juliana parecía haber estado en las reuniones de esa semana en la Conferencia Episcopal y también en el almuerzo que el embajador de España ante el Vaticano había ofrecido al comité ejecutivo de los obispos españoles. Faltaba menos de un mes para la celebración del congreso del PP en Valencia, en el que la desparpajada Esperanza Aguirre pretendía tumbar al provincial Mariano Rajoy. El 6 de junio el periodista era condenado por el juzgado de instrucción 6 de Madrid a pagar una multa de 36.000 euros al alcalde Alberto Ruiz-Gallardón por el delito de injurias continuadas. Losantos iba perdiendo apoyos. El día antes de que empezase dicho congreso, otro titular de portada: “Rouco se queda en minoría sobre la Cope”. Rajoy, sobre todo gracias a los líderes regionales del partido, salió vivo del congreso. Caía Acebes, que tenía a Cayetana Álvarez de Toledo como jefa de gabinete –la historiadora venía de la tertulia de Losantos–, y caían de la dirección los alfiles de la aznaridad.

 

En abril del 2009 la Conferencia Episcopal le propuso a Jiménez Losantos que dejase el programa de la mañana para volver al de la noche. Dijo que no. Y se llevó el programa a su propia emisora, donde sigue. ¿Había conseguido sus objetivos? No existe una respuesta unívoca para esta pregunta. El poder político se había alejado, ciertamente, también el poder mediático, porque se había quedado sin una gran plataforma, pero su aportación ideológica era y ha seguido siendo fundamento de una determinada clase dirigente en Madrid: la que ha controlado desde hace décadas una institución con un presupuesto tan enorme como la Comunidad de Madrid. La Comunidad, hoy, es el principal contrapoder de España. Y la corte que se movía en torno a Esperanza Aguirre, de la que ya formaba parte una joven Isabel Díaz Ayuso, tenía y tiene a Jiménez Losantos como uno de sus referentes.

 

A principios del 2009 se entregaron los primeros premios Españoles Ejemplares en la sede de la Comunidad. Los concedía una nueva entidad militantemente nacionalista: la Fundación para la Defensa de la Nación Española. Era una placenta donde se gestaba Vox y la presidía Santiago Abascal. En ese acto Abascal definió a Aguirre como “un ejemplo de patriotismo sin alharacas ni estridencias”. Dos de los premiados fueron Carlos Herrera y Albert Boadella. Dos años después, en el 2011, Abascal afirmó que los españoles ejemplares eran “motivo de esperanza, la vanguardia de la resistencia de una nación que se resiste a disolverse mansamente”. Jiménez Losantos fue laureado. Le entregó el premio José Antonio Ortega Lara. Y el periodista se sintió orgulloso de ser reconocido como alguien capaz “de defender la entraña de nuestra nación”. Cerró su discurso de agradecimiento afirmando que “la nación española es nuestra libertad”.

 

Al defender esos principios, con el tono insultante de siempre, no ha perdido el carisma que acumuló en su etapa nuclear la Cope. Especialmente lo conserva en Madrid, la principal capital de Europa gobernada por la derecha y donde más electores se reconocen a sí mismos como votantes de extrema derecha. Pocos escritores de no ficción en España tienen allí el éxito que él revalida libro tras libro. En el 2011 publicó El linchamiento, otra crónica autobiográfica en la que la mitografía le permitía explicar la evolución del país y presentarse como un disidente. Hace medio año publicó su último ensayo: La vuelta del comunismo, una ampliación de su best seller Memoria del comunismo. De Lenin a Podemos. En este nuevo libro sostiene que Pablo Iglesias estaba en el gobierno para acabar con el régimen constitucional siguiendo la estrategia del chavismo venezolano. Es la lógica de los publicistas de la contrarrevolución. Permea el discurso donde confluyen el PP de Díaz Ayuso y Abascal, puede ser compartido por votantes de ambos partidos. Esa es su victoria última y no ha tenido una oposición ideológica substancial. Y no parece que vaya a tenerla. Porque desde el tamayazo el PSOE ha sido incapaz de plantear una alternativa ganadora en la Comunidad de Madrid.

LA VANGUARDIA