Aún no habían pasado 48 horas de la publicación de los resultados de las elecciones, cuando toda una serie de noticias mostraba la tónica que dominará los próximos años. Al día siguiente, la fiscalía presentaba por segunda vez recurso contra el tercer grado de los prisioneros políticos, argumentando que aún no están suficientemente reeducados. También nos enterábamos de la detención del rapero Pablo Hasel, añadiendo un caso más al récord mundial de encarcelación de artistas que ostenta la democracia avanzada. En realidad no tendría por qué ser avanzada; bastaría con una normal y corriente, de ir tirando, como tantas repúblicas donde las personas hacen el Estado y no el Estado a las personas. Y además era noticia un nuevo juicio al presidente Torra por los mismos hechos por los que ya fue condenado y que hay que recordar, una y otra vez, para vergüenza de la democracia que los españoles «se han dado ellos mismos». Todo un presidente de gobierno (‘president de govern’) destituido no de acuerdo con la ley, sino por haber pedido la libertad de los presos políticos con una pancarta que otro juez, también contrario al derecho, le ordenó descolgar. En el Estado español cualquier togado algo ambicioso encuentra alicientes para hacer juegos malabares con las leyes, pues en España los crímenes, si son de Estado, los tapa la bandera, que por eso va creciendo y esparciéndose en proporción a la corrupción y las barbaridades que ha de ocultar. En paralelo al renovado confinamiento de los presos porque no se muestran arrepentidos, el inhabilitado president volverá al juzgado acusado de «contumacia», a fin de que la juez le retire también el derecho de opinar. Como Hasel, Valtònyc, Dani Gallardo, Tamara Carrasco, Jordi Pesarrodona, y tantos otros manifestantes, cargos municipales, funcionarios y directores de centros escolares denunciados por unos fiscales ultracelosos con la consigna de desinfectar Cataluña, proclamada sin reparos por el exministro Borrell. Una declaración que el ministro ruso de Asuntos Exteriores, Sergei Lavrov, pudo valorar debidamente.
Este es, pues, el clima con el que el nuevo govern catalán afrontará la mesa de diálogo. Pedro Sánchez se ha cargado de triunfos para negociar con unos interlocutores dispuestos de antemano a pactar a la baja. La prioridad de ERC de formar coalición de gobierno con los comunes así lo indica. Le son imprescindibles para evitar que los otros socios le «marquen el ritmo», como dice Gabriel Rufián, y a la vez evitar el desgaste de continuar garantizando en solitario la gobernabilidad del Estado. Provoca angustia intelectual leer en la prensa que, por la diferencia de un único escaño, ERC se haya convertido de un día para otro en líder de la independencia. ¿Quieren decir que proviene de un escaño el liderar una lucha de esta magnitud? ¿O de más escaños? ¿Es que no procede, precisamente, del liderazgo? Si ERC difiere tanto como puede el reencuentro con el Primero de Octubre, difícilmente podrá liderar el enfrentamiento con el régimen del 78, que ha dicho muy alto que los porcentajes le dan igual. Y menos lo liderará creyendo que las urnas confirman, por la mínima diferencia y con la incógnita del voto exterior secuestrado, la estrategia de contemporizar con Madrid esperando que el olmo dé peras.
Ampliar la base independentista por la banda de los comunes es una operación quimérica. Si ha habido trasvase entre ambas formaciones, no ha sido convirtiendo bandadas de comunes al independentismo, sino llenando ERC de no-independentistas. Cada vez más parecido al modelo desdibujado de CiU, la ‘realpolitik’ de ERC tiene como horizonte concreto la estabilidad y longevidad en el poder. El tiempo irá descubriendo la rémora para el independentismo que significa la dependencia de ERC de los votos conservadores.
ERC parece atrapada en una visión derechista del conflicto entre Cataluña y el Estado. La visión de Cambó, para ser exactos. En ‘Por la concordia’, obra meritoria en muchos sentidos, Cambó preparaba el terreno para cuando cayera la dictadura de Primo de Rivera. De las tres soluciones del conflicto, dos se habían intentado y fracasado. Cataluña era demasiado débil para independizarse y España no tenía suficiente fuerza para asimilarla. La única posibilidad de convivencia era una fórmula que fuera más lejos de la ‘conllevancia’ orteguiana y asegurara a Cataluña el espacio político que necesita para desarrollar su personalidad. En el libro hay una frase que vale la pena citar, pues tras un siglo no ha perdido ni una onza de verdad: «En la España constitucional la política asimilista ha influido de forma decisiva en el hecho de que el régimen democrático no dejara de ser una ficción, caracterizado por una esterilidad absoluta».
Si ERC encara la legislatura con un proyecto menos ambicioso incluso que el de Cambó, al otro extremo de la «concordia» le espera la misma decepción que al político de la Lliga. Trabajar por la gobernabilidad de España pensando hacer un servicio a Cataluña es una ingenuidad. Es tener la misma idea del pasado que suelen tener los profesores de historia. Estos llaman «lecciones de la historia» a un relato construido con datos reunidos con los criterios de plausibilidad en uso, o sea, con criterios previamente asumidos, que determinan lo que se quiere contemplar del pasado y esconden el resto. En el caso de Cambó, las guerras de 1640 y 1714 eran el principal argumento para demostrar la imposibilidad de la independencia. Actualmente, la guerra civil de 1936-1939 pesa como una losa en la interpretación del Primero de Octubre y los sucesos posteriores. Pero el pasado no es el relato de los profesores de historia, poco formados en narratología y en general inconscientes del alcance retórico de su práctica. El pasado contiene muchos más datos que los expuestas en los libros de historia, donde todo se explica por causas descubiertas ‘a posteriori’, bajo la ilusión de que lo que ha pasado tenía que pasar porque antes habían pasado otras cosas que así lo determinaban. Pero ligar los hechos con causas elegidas al albur del relato es atar perros con longanizas. Con la sarta de causas, el historiador piensa haber atrapado el sentido de la historia, cuando de hecho ha excluido todo lo que eclipsan los hechos que él ha priorizado.
Cambó cometía un error atribuyendo un valor de confirmación a un par de derrotas, como si las guerras de 1640 y 1714 no hubieran podido tomar otra dirección sólo cambiando alguna de las muchas variables. Por ejemplo, si la casa de Austria no hubiera invadido el ducado de Milán, si la duquesa de Marlborough no hubiera caído en desgracia en la corte de la reina Ana de Inglaterra, o si la muerte de José I de Austria hubiera ocurrido varios años más tarde. La historia contrafactual no es un entretenimiento de ociosos fantasiosos; es una parte importante, por más que menospreciada, de la historia. Ser conscientes de azar tiene la virtud de bajar los humos a los que creen poseer la clave de los acontecimientos.
No se puede decir que Cataluña sea demasiado débil para independizarse, ni que España lo sea para asimilarla. Como mucho, se puede decir que hasta ahora Cataluña ha tenido suerte, a diferencia de muchas naciones engullidos por la historia. Pero la idea de Francesc Pujols de que «el pensamiento catalán rebrota siempre y sobrevive a sus ilusos enterradores» tiene la misma objetividad que la creencia de un jugador en su capacidad de reponerse eternamente de las pérdidas. Ahora bien, la misma incertidumbre acecha a la «unidad de destino en lo universal». España, a pesar de la larga trayectoria decadente de su imperio, aún se cree asegurada por una constante histórica. Es una temeridad, pero a veces creerse invencible ayuda a ganar. A veces, sin embargo, es la receta del desastre.
En un panorama político tan inestable como el que se va perfilando, las oportunidades las aprovechará quien sea consciente de que la normalidad -la repetición de la norma conocida- es ilusoria y aprenda a contar con la incertidumbre. El verso de Martí i Pol que «todo está por hacer y todo es posible» no es una exhortación emotiva, que es como se suele entender, sino una constatación honestamente escéptica de la inestabilidad que gobierna la vida.
La impudicia represiva del Estado español es un síntoma inequívoco de degeneración y gangrena interna. Las vigas están carcomidas y el Estado acelera su derrumbe serrando el apoyo que recibía de una gran parte de los catalanes. Incapaz de seducirlos, porque no ha tenido ningún otro proyecto que la dominación, el Estado trabaja contra los propios intereses. Cuanto más se empeñe el autonomismo en apuntalarlo, peor parado saldrá cuando la estructura se derrumbe. ERC en particular debería reflexionar que, si se elevó por primera vez cuando el descalabro de la dictadura de Primo de Rivera barrió el prestigio del monárquico Cambó, su largo ciclo se podría cerrar cuando se estrelle el régimen con el que se ha comprometido salvándolo de la crisis abierta por el 155. Si también mueren las estatuas, aún más mueren los partidos. De hecho, mueren tantos que casi se deberían considerar una especie en peligro de extinción.
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