Las diferencias entre una lengua y otra, o entre dialectos, a menudo responden más a criterios políticos que a criterios lingüísticos.
Una variedad estándar es una variedad artificial que se elabora para los usos formales de una lengua. A través de la planificación lingüística, esta variedad se extiende al conjunto de la población mediante el sistema educativo o los medios de comunicación. Esta variedad estándar puede tener orígenes diversos, aunque siempre suele estar relacionada con jerarquías de poder económico y social. Por ejemplo, la variedad estándar del inglés británico, la ‘Received Pronunciation’, toma como base el inglés hablado por las familias acomodadas del sur de Inglaterra educadas en internados privados. El castellano, en cambio, hasta hace poco tomaba como estándar el habla de las clases cultas de una región concreta: el norte de Castilla. Otras variedades estándar permiten cierto grado de flexibilidad, como es el caso del catalán o del ‘euskara batua’ (euskera unificado), una mezcla de los dialectos vascos con una fuerte influencia del guipuzcoano, que es el dialecto central.
Este tipo de procesos de estandarización reafirman el poder de las clases acomodadas, ya que se suele discriminar a los hablantes de las variedades más alejadas de la variedad hablada en los medios de comunicación. Así, dialectos como el andaluz son considerados socialmente como menos prestigiosos. Todas estas connotaciones son estrictamente sociales y surgen de unas relaciones de poder determinadas, ya que la lengua por sí sola no refleja ninguna condición social.
La difusión de un estándar lingüístico unificado en el marco de un Estado-nación conlleva la ruptura del continuo dialectal en las fronteras políticas. En los territorios de lenguas románicas, con excepción de fronteras naturales (montañas, ríos, lagos…), cada pueblo es capaz de entender la lengua del pueblo vecino. Cuando estos continuos se rompen porque los vecinos tienden a hablar como los medios de comunicación, perdemos la comprensión con los territorios más cercanos.
Por toda la franja occidental de la Península Ibérica se extienden un conjunto de dialectos descendientes del galaicoportugués medieval. Según el escritor portugués José Saramago, las diferencias más notables no se encontrarían a ambos lados del Minho -que separa Galicia y Portugal-, sino a ambos lados del Duero, a la altura de la ciudad de Oporto. La diferencia entre gallego y portugués actualmente la marca una frontera política: en Verín (Ourense) hablan gallego, mientras que en Chaves (Portugal) hablan portugués, aunque son dos villas que están a 25 km. la una de la otra y tienen un hablar muy parecido que comparte gran parte del léxico, gramática e incluso fonética, sobre todo entre la gente mayor.
En 1983 la Xunta de Galicia publicó el Decreto de ‘Normativización da Lingua Galega’, que ofrecía un estándar escrito oficial para la lengua gallega. Este decreto, conocido como ‘Decreto Filgueira’, no quedó libre de polémica; es un decreto fruto de años de tensiones y luchas entre dos corrientes: los aislacionistas o autonomistas y los reintegracionistas o lusistas. Estas dos vertientes sólo cuestionan la forma en que se debe llegar a la variedad estándar.
Los aislacionistas se concentraban alrededor del ‘Instituto da Lingua Galega’, un instituto de investigación creado por la Universidad de Santiago de Compostela en 1971 y dirigido por Constantino García, un dialectólogo asturiano. Tomaban la ortografía castellana para describir las hablas de la Galicia autonómica, como si se tratara de una lengua ágrafa, es decir, una lengua sin tradición escrita.
Por otra parte, los reintegracionistas se situaban en torno a la figura de Carvalho Calero, el primer catedrático de lengua gallega. Basaban su normativa ortográfica en la historia del idioma previa a los ‘Séculos escuros’ -el equivalente gallego el término catalán «Decadencia», que quiere describir el período de castellanización de entre los siglos XIV y XVIII. Querían una normativa convergente con la portuguesa que permitiera la inteligibilidad escrita completa con el conjunto de la lusofonía, con más de 270 millones de hablantes, respetando las particularidades de la lengua oral de Galicia.
Si en Santander escriben igual que en Cádiz y en Milán igual que en Nápoles, ¿por qué no pueden escribir de la misma manera en Ferrol y en Faro? Esto es lo que defienden los reintegracionistas, ya que creen que es la única manera de salvar la lengua propia de Galicia. Una escritura común favorecería la intercomprensión con la lusofonía, reforzaría los lazos sociales y económicos con Portugal y dotaría al gallego de prestigio social y de mucha más presencia -basta con pensar en todos aquellos artículos que están etiquetados en portugués y castellano pero no en catalán o vasco.
El gallego se encuentra sumergido en proceso de sustitución lingüística. Aunque el 86% de la población gallega afirma poder hablar el gallego, la transmisión de la lengua de padres a hijos es equiparable al retroceso lingüístico acelerado de la Cataluña Norte: cada vez son menos los padres gallegohablantes que deciden hablar en gallego a los hijos, muy lejos de los datos registrados en Andorra, el Principado o en las Islas Baleares. En Galicia hay una situación clara de diglosia: el gallego se emplea para los usos íntimos e informales, mientras que el castellano ocupa los usos formales como el trabajo o la universidad.
La Real Academia Galega es la institución encargada de la normativización de la lengua gallega y se presuponía imparcial ante el conflicto lingüístico, ya que formaban parte tanto reintegracionistas como aislacionistas. En 1971 publicó unas normas basadas en la historia del idioma, confluyentes hacia el portugués. En 1980 se acordaron unas normas ortográficas de consenso entre reintegracionistas y aislacionistas, que permitía soluciones dobles para satisfacer a todos. En 1981 se celebraron elecciones al Parlamento de Galicia y comenzó a gobernar Alianza Popular con Filgueira Valverde como consejero de cultura de la Xunta de Galicia. Con el retiro de Carvalho Calero, en 1982 se impusieron las propuestas ortográficas del Instituto da Lingua Galega, desatendiendo por completo la opinión de un sector mayoritario afín a Carvalho Calero. Según Filgueira Valverde, estas normas comunes a la ortografía española debían favorecer el aprendizaje del castellano a los niños gallegohablantes.
En resumen, es fácil de ver que las diferencias entre una lengua y otra, o entre dialectos, a menudo responden más a criterios políticos que a criterios lingüísticos. Desde la lingüística podemos determinar que dos lenguas están emparentadas e incluso podemos calcular la inteligibilidad mutua -que es del 96% entre el gallego y el portugués-, pero son las motivaciones políticas las que afirman rotundamente que el gallego y el portugués son dos lenguas diferentes o, incluso, que el catalán y el valenciano no tienen nada que ver. Como decía en Saim Inayatullah (1) en el artículo de abril del año pasado: «la política manda por encima de los criterios lingüísticos a la hora de delimitar las lenguas».
(1) https://www.nuvol.com/llengua/el-serbocroat-una-llengua-que-ja-no-existeix-93890
NÚVOL
https://www.nuvol.com/llengua/qui-determina-la-llengua-estandard-el-conflicte-binormatiu-gallec-172796