¿Qué se debe hacer con la extrema derecha?

¿Hay que aislar a la extrema derecha en las instituciones políticas? ¿Hay que combatirla dialécticamente en los medios de comunicación? ¿O se le tiene que ignorar y esperar a que la indiferencia la haga irrelevante? El ascenso de la extrema derecha en Cataluña, y todavía más en España, es ciertamente un hecho inquietante para cualquier conciencia democrática. En las últimas elecciones, el partido de extrema derecha obtuvo en Catalunya un 7,7 por ciento del voto. En España en 2019 superó el 15 por ciento. Y todo esto sin contar con que la relación entre esta extrema derecha y los partidos que lindan con ella es extremadamente porosa, de forma que las lógicas de voto útil posiblemente enmascaran proporciones de apoyo que todavía podrían ser mayores.

Sea como fuere, se ha acabado la excepción española en el marco europeo en la que, hasta solo hace cuatro o cinco años, parecía que la derecha conservadora podía actuar de dique de contención a la extrema derecha. Y es comprensible que la aparición de una extrema derecha con una ideología descaradamente racista, xenófoba, machista y paradójicamente antipolítica haya provocado todo tipo de discursos políticos y morales exorcizadores, aparte de las más que previsibles utilizaciones chapuceras para culpar a los respectivos adversarios. En Cataluña, para el unionismo, obviamente es el independentismo quien ha despertado la bestia. En España, para la derecha que hasta ahora lo englobaba, la culpa es de los “comunistas” de Podemos. Entretanto, hacen falta más análisis rigurosos y sobre todo nos hace falta saber cómo responder desde las posiciones estrictamente democráticas en las cuales la extrema derecha se ampara, precisamente, para vulnerarlas.

Se puede tener la tentación de buscar explicaciones locales y a corto plazo para esta entrada de la extrema derecha en los Parlamentos del Estado. Pero para entender la magnitud del desafío es necesario observar, como mínimo, Europa entera y con perspectiva amplia. ¿Cómo es que en tierras más prósperas económicamente y de mayor tradición democrática la extrema derecha obtiene apoyos que superan el 25% de la población? ¿Qué pasa en la vecina Francia que en las próximas presidenciales Marine Le Pen puede ganar a Emmanuel Macron en la segunda vuelta? Todo señala algo demasiado profundo como para querer resolverlo solo con condenas radicales o con cordones sanitarios.

Los expertos sugieren que más allá de crisis económicas o del temor al grueso de los flujos migratorios, este crecimiento se debe de a razones vinculadas a las incertidumbres llamadas identitarias que algunas personas viven como una amenaza a su comunidad de refugio. Y quizás no es tan extraño que cuanto más abiertas sean las sociedades más difícil sea sustituir los viejos mecanismos de cohesión social por las nuevas identidades de proyecto, como dice Manuel Castells. Dicho de otro modo: que no es fácil fiarse de unas promesas de futuro justo cuando este futuro es especialmente oscuro y cuando la confianza en quien nos tendría que llevar hasta él es tan escasa.

En cualquier caso, la repugnancia moral que produce el discurso de la extrema derecha no se tendría que convertir en una condena del ciudadano que la vota si no se quiere provocar lo contrario de lo que se desea. Una cosa son las organizaciones que azuzan ideas antidemocráticas, y otra quienes las votan porque, con razón o sin ella, viven el mundo actual con miedo. Por mucho que cueste, cualquier análisis exige un esfuerzo previo de comprensión del malestar individual y colectivo que busca consuelo en la extrema derecha.

No sé si sirve de algo hacer el vacío a los partidos de extrema derecha, pero lo que es seguro es que no se deben ningunear las razones y el malestar de quienes les votan. Y, sobre todo, hay que preguntarse por qué los partidos tradicionales de derecha e izquierda, pero también el conjunto de la sociedad que sí que dice que confía en la democracia, no son capaces de entender y atender las inquietudes de estos ciudadanos y de darles respuestas creíbles y satisfactorias.

ARA