El independentismo, a finales de 2006 y sobre todo en los años siguientes, abandonó la fase reactiva –la del “ninguna agresión sin respuesta”– y abrió una afirmativa, la del “tenemos derecho a decidir”. Esto explica qué le llevó a un crecimiento tan rápido como inesperado, hasta 2017. Colectivamente, se fue sustituyendo lo de “ya me gustaría, pero es imposible” por sentencias inspiradoras, como aquella de Ghandi: “Primero te ignoran, luego se ríen, después te combaten y entonces ganas”. Y poco a poco se abandonó el victimismo que durante años había abocado a la resignación, y se fue ganando una autoconfianza que transmitía espíritu de victoria.
Todo esto se derrochó el malogrado otoño de 2017, justo cuando la combinación de una heroica voluntad política y una brutal represión nos habían dado una fuerza incalculable que había asustado al propio Estado español y nos había hecho visibles en el mundo. Toda la represión que ha venido después es proporcional al miedo que tuvo el Estado de perder la batalla, y al propósito de que no volviera a ocurrir nunca más. Fue el temor a una intervención militar con sangre y la incomprensible ausencia de resistencia al cierre del Parlament y del Govern, junto con la aceptación resignada de una convocatoria de elecciones hecha a medida del adversario, lo que explica la posterior derrota.
Puede que haya quien encuentre que el entusiasmo con el que se vivieron –que yo viví– aquellos años y que nos llevaron a tener y propagar la esperanza en un objetivo que finalmente no se cumplió, respondía a una voluntad de engaño consciente, de faltar a la verdad. Si esto le sirve para enmascarar la naturaleza autoritaria de la fuerza que hizo fracasar esa pulsión radicalmente democrática y para justificar el clima de represión posterior, ya se lo montará. El autoengaño es un mecanismo muy útil para tranquilizar conciencias.
Sin embargo, más allá de la habitual autoflagelación y lamerse las heridas, ahora sin tanta prisa porque no hay nada en el horizonte que la justifique, lo que hace falta es pensar cómo se puede salir de este tiempo de barbecho en el que nos han –y nos hemos– liado. Y, muy particularmente, hay que imaginar cómo se puede salir adelante para no volver a caer en las lógicas reactivas que, en lugar de invitar a la gente a unirse, hacen que huyan. La gracia de la Via Catalana fue que no sabíamos a quién teníamos a nuestro lado. En cambio, ahora, en las últimas movilizaciones independentistas, vuelves a conocer o tener vistos a todos.
Tampoco sería inteligente imaginar que volver a la conciencia de víctima agredida –por la represión, por el expolio fiscal, por el genocidio lingüístico…– servirá para movilizar de nuevo un independentismo ahora abocado a una profunda crisis, no de convicción sobre lo que quisiera, sino de confianza en su propia capacidad para conseguirlo. Ahora vivimos una etapa gandhiana, pero en dirección contraria: nos han combatido, ahora se ríen y finalmente nos ignorarán.
Debe hacerse posible, pues, la conciencia del abuso político sin alimentar un victimismo que, en lugar de empujar, desalienta. Denunciar al Estado sin caer en un antiespañolismo que ya sabemos que provoca tantos recelos entre catalanes. Hay que confiar en que una renovación a fondo de los liderazgos, cuando sea que se produzca, acabará con los resentimientos y ajustes de cuentas que ahora hacen tan agrio el debate político.
Yo creo que todo esto es posible. Pero también creo que no volverá a activarse por generación espontánea, como ocurrió a partir del otoño de 2006. Primero, porque la derrota del independentismo aún no ha tocado fondo. Segundo, porque el Estado español ahora ya está mucho más alerta a cualquier señal de reavivación. Y tercero, porque no hay muchos indicios de que el independentismo se esté haciendo las preguntas que tocan. Volveremos a hacerlo, pero ahora habrá que prepararlo mejor.
ARA