¿Qué es Estados Unidos?

Hace un par de décadas, Samuel P. Huntington (1927-2008) publicó ‘¿Quiénes somos? Los retos de la identidad nacional estadounidense’ (2004). Es un libro que anticipaba o presagiaba la era Trump mucho antes de ni siquiera insinuarse como posibilidad política. Desde el imaginario colectivo estadounidense –no forzosamente conservador, ni adscrito sólo al Partido Republicano– el ensayo podía resultar poco o nada alarmante. Salvo algunas alusiones subidas de tono al tema de la inmigración mexicana, y también a ciertas valoraciones maximalistas sobre la supuesta descomposición social de los años sesenta, el libro no divergía demasiado de las ideas estandarizadas del norteamericano medio. En Europa, en cambio, el texto de Huntington provocó cierto estupor. La naturalidad con la que se yuxtaponía el sentimiento religioso con la identidad nacional norteamericana, por ejemplo, devolvía al lector europeo medio a épocas que consideramos superadas.

Según Huntington, Estados Unidos no es el resultado de un conjunto de sedimentos culturales heterogéneos –el célebre ‘melting pot’– sino que tienen una única raíz identitaria: la cultura protestante anglosajona llevada por los primeros colonos a lo largo del siglo XVII, la lengua inglesa, las diferentes confesiones de raíz luterana, la forma de entender el derecho, etc. Se trata del credo estadounidense, que defiende simultáneamente el individualismo y la igualdad de oportunidades; que apuesta por las iniciativas de la sociedad civil en vez de basar al país en una administración que dirija la vida de los ciudadanos; que cree en el trabajo duro; que sitúa la religión –sea cual sea– en un lugar muy importante de la vida de las personas y también de la colectividad. En este sentido, Estados Unidos no es sólo un lugar, sino una determinada manera de entender el mundo. Esto es el ‘americanismo’. Huntington afirma que este fenómeno es específico: no hay ninguna ideología que pueda ser calificada seriamente bajo nombres como ‘francesismo’, ‘italianismo’, etc. (desconocía el ‘catalanismo’, entre otros) ¿Por qué negaba la –en apariencia obvia– existencia del ‘melting pot’ americano? Muy sencillo: porque Huntington dibuja una línea divisoria tajante entre los colonos que fundaron la nación y los inmigrantes que sólo –¿sólo!?– ayudaron a hacerla como es ahora: la primera potencia mundial. Los católicos irlandeses, los chinos, los judíos del centro de Europa, los italianos, los mexicanos, etc. no llegaron –según Huntington– a un simple territorio, sino a una nación ya existente, con una identidad cultural definida y reconocible, dotada de unas estructuras político-administrativas específicas, de unas leyes derivadas de la tradición anglosajona, de una lengua y de un imaginario propios (lo que queda reflejado en los westerns de John Ford, por ejemplo). En general, estos inmigrantes se integraron –eso sí, a distintas velocidades y bajo distintos contextos históricos– en la cultura de los padres fundadores. Aportaron su grano de arena a la cultura norteamericana, la complementaron, pero no la crearon. La distinción colonos/inmigrantes es, pues, decisiva para entender el resto. Es el principal argumento de Huntington para neutralizar el multiculturalismo emergente.

Hay omisiones y medias verdades llamativas en este libro. La primera hace referencia a la noción de cristianismo, que Huntington empleaba hace veinte años de forma muy selectiva: cuando le convenía hacía una distinción taxativa entre católicos y protestantes, y cuando no, la ignoraba. En cuanto a los estadounidenses de origen judío, cuando le parecía eran plenamente occidentales –con independencia de estar, al menos nominalmente, al margen de la cultura cristiana– y cuando no le convenía, no. La segunda omisión giraba en torno a la elevadísima tensión racial que se ha respirado siempre en Estados Unidos. No aparece en ninguna parte: Huntington la considera «superada desde los años sesenta» (!?), lo que resulta rigurosamente falso. Y todavía hay una tercera mirada equívoca que en estos últimos tiempos ha aflorado de forma vistosa. De forma implícita, pero también muy clara, Huntington presenta a Estados Unidos como una superación, en todos los sentidos, de la decadente Europa. A lo largo de los últimos veinte años, esta perspectiva se ha ido politizando en el seno del Partido Republicano con un lenguaje cada vez más primario y despectivo. El clímax llegó la semana pasada con el escarnio público ‘urbi et orbi’ de Zelenski, que en realidad era un acto de humillación indirecto en la Unión Europea. Estados Unidos ya no es un aliado de Europa. Van por libre en busca de tierras raras y bufones sumisos. ‘Bye’.

ARA