Las buenas noticias no siempre son agradables ni tampoco bien recibidas de cuello adentro, aunque la primera capa del alma refleje lo contrario, que evite reacciones prematuras y acuda a la empatía para renunciar a lo que sentimos y así poder acompañar. Nos tragamos saliva, domesticamos las emociones, recurrimos a la cultura e intentamos añadirnos a la alegría de la noticia. A veces por educación ya veces porque amamos a quien tenemos delante. Me pasan por la cabeza mil ejemplos, pero las comparaciones son odiosas y más aún cuando se trata de exilio, sabiendo por experiencia todo lo que implica estar lejos de casa y de los tuyos.
Ayer saltó la noticia y tuve que releer el nombre. ¿Por qué no? Había una posibilidad entre dos de que así fuera. El día anterior habíamos hablado y nada me había dicho. ¿Qué ha pasado? “Esto es lo que más daño me ha hecho, no poder haberlo dicho a la gente que quiero”, es la respuesta que recibí de un “Huele mal, pero me alegro mucho por ti y lo entiendo perfectamente”. Y es la verdad: después de un paseo, desde el asombro, pasando por el enfado y la frustración (donde me siento bastante cómodo), conseguí poner un pie en un charco de alegría –porque mi amiga ha terminado la pesadilla que es el exilio– y el otro pie dentro del charco de la tristeza por lo que eso significa.
Conozco a Anna de hace seis años, cuando me ofreció ir al Parlament de Catalunya para explicar mi caso, acompañado de Lluís Llach, Muguruza y ella. Desde ese momento hemos estado en contacto, que se intensificó a partir de nuestra llegada al exilio, en el que hemos compartido miedos, ambiciones, estrategia y heridas. Aquí está el núcleo de mi tristeza. La conozco lo suficiente para saber que si ha decidido “regularizar su situación” es por el contexto de mierda en el que se encuentra el independentismo, sin hoja de ruta, con un govern que ha decidido arrodillarse ante el imperio y una CUP que tenía que gritar mambo y tan sólo da pena, por la ineficacia y la ausencia de estos últimos años. Anna ha vuelto porque su exilio había dejado de tener sentido, era como unos desperdicios espaciales orbitando sin trayectoria, y era absurdo seguir sacrificándose por la causa, lejos de Bélgica, donde está el foco de la internacionalización del conflicto catalán, con intentos fallidos, de los que fui partícipe, de una aproximación hacia el exilio belga.
Aunque no somos expertos en política, y cada vez me da más pereza por culpa de los políticos, si miro el patrón de cómo ha ido todo, que es calcado del de Meritxell Serret, con el mismo abogado y una noticia reciente del TJUE en que toma posición contra los exiliados catalanes, puedo oler que tras el pacto de no encarcelarlas y dejarlas volver está la intención de aislar a Puigdemont y la resistencia que queda en el exilio, que, aunque muchos lo disimulen, es la brecha de esperanza del Primero de Octubre. El mensaje que España aprovecha para dar es que hay garantías, que el conflicto no existe y que Puigdemont es el capitán loco de una nave que no va a ninguna parte. Si Puigdemont se cae, ganan una batalla importante, aunque no signifique ganar la guerra. Una guerra que da mucha adrenalina para sobrevivir. Aparentemente, los que hemos estado en un ‘mood’ (estado anímico) de guerra somos nosotros. España no. Y su máquina todavía carbura para desmenuzarnos como pueblo: desde atacar la lengua y encarcelar a activistas hasta meter la mano en las instituciones, cosas que todavía pasan hoy, aunque el govern actúe como si todo esto no ocurriera, haciendo la pelota a Pedro Sánchez y blanqueando el régimen a cambio de gobernar (o hacer creer que gobiernan) una autonomía. En los mítines de las pasadas elecciones oí cosas muy distintas: “desobediencia” y “confrontación” eran palabras que se decían a menudo. Palabras vacías, parece.
Nuestra impotencia no debe ser sobre Anna, sino sobre el contexto de la situación. Sus convicciones son grandes, pero mayores serán los motivos por los que ha decidido rehacer su vida. Yo también pienso en ello cada día, si todo lo que he sacrificado ha merecido la pena. Y creo que parar es legítimo, porque nadie está obligado a salvar al mundo ni a ser un superhéroe. Entiendo la frustración de una parte del independentismo (seguramente pequeña, pero a veces las minorías hacen mucho ruido y parecen muchos; y también a veces nos olvidamos que Twitter sólo representa un 10% de la población). Nuestra naturaleza nos hace derivar responsabilidades para digerir lo que no somos capaces de transformar. Los ataques hacia Anna son injustos, porque si es cuestión de sumar, el trabajo realizado por Anna, su sacrificio, han sido positivos, y merece ser recibida como alguien que ha tenido que dar mucho porque todos no hemos sido capaces de dar un poco. Ahora, siempre he pensado que la evolución nace de la autocrítica y las frustraciones del pueblo nacen en parte de haberlo infantilizado, de no hablar claro y edulcorar la realidad jugando con la ilusión de la gente. El regreso de Anna es una victoria para ella, para su familia y sus amigos; pero no es una victoria del independentismo fruto del trabajo realizado. Hemos dejado de gritar «independencia» para gritar «amnistía» y hemos vaciado las calles para llenar las redes de consignas vacías. Un “si la represión no se detiene, nosotros tampoco” se ha convertido en un “si nosotros nos detenemos, la represión también”. Y parece que no hayamos aprendido nada de los últimos cuatro años. Este no es el camino si queremos volver a poner a la gente en pie. Es necesario recuperar la confianza y hablarles como adultos. Y sobre todo, por favor, no volver a poner represaliados a encabezar un proceso de liberación nacional.
Me alegro mucho por ti, Anna. Debemos estar siempre agradecidos por tu compromiso, por el trabajo realizado y por todo lo que nos has enseñado. Te habías ido de casa para luchar por los derechos fundamentales y yo pienso que ser feliz es uno de esos derechos.
VILAWEB