Olvidadizo es el hombre. Cuando el huracán arrasa un pedazo de tierra de este planeta en el que, como hormigas en su hormiguero ajetreamos los humanos y se nos conmueve las telas del corazón. Los fotógrafos siempre están como las moscas en los excrementos y sacan fotos del desastre, los periodistas, «reporteros» por decirlo a lo fino, escarban entre los escombros en busca de cadáveres corruptos, ayes de alguien que agoniza, golpes de mano que llama y no es atendida. Además los desastres que provoca la naturaleza airada por el mal trato que el hombre le da, siempre los padece la gente pobre que habita chozas construidas con paja y palmito pues no se le dio ocasión ni dinero para alzarlas de cemento armado. De inmediato suenan las bocinas predicando compasión, pobrecitos, niños, mujeres, ancianos, y nos los muestran en la desnudez de su dolor, y se nos pide que llevemos dinero, casi siempre cuatro perrillas, a la cuenta corriente abierta en un banco prestigioso que cobra por ello comisión. Enseguida al horror cubre el silencio.
Unos días de llanto y después los periodistas y fotógrafos corren a la busca y captura de más muertos sepultados en revuelo de moscas, escenario Sudán o Etiopía, poco dura pues su oficio les lleva a buscar carroña, barruntan como buitres, y han de mostrar como curiosidad o rareza, hasta que la atención decaiga y otra vez a correr, correr malditos, a la captación de cabezas cercenadas de un cuerpo abatido, niños con un fusil ametrallador, rostros de muje- res llorando. Otros pocos días, a ver de llegar a tiempo a narrar otra escabechina, matanza o siniestro. Carroñeros de fino olfato.
Quien se acuerda ya de Collin Powell, que, a la vista del desastre del maremoto de Malasia, dijo: «nunca he visto antes nada igual», hipócrita, olvidando los cien mil civiles, matados a tiro fijo, en Irak, o la masacre de Falluya, cuyas calles se cubrieron de carne humana, despedazada por perros hambrientos sin que se les diese sepultura. Ese mismo día el Ejército judío, con «fuego preventivo» había asesinado a diez palestinos, de los cuales siete eran niños. Quién no ha olvidado ya que el ocho de octubre del año próximo pasado los bombarderos americanos destruyeron la casa donde se celebraba boda en un pueblecito de Irak. Murieron todos incluidos los novios. Quién no ha olvidado que el 24 de enero de 2004 los judíos matan a diez palestinos entre ellos a dos niños que cazaban pájaros con tirabeque, y a un anciano montado en su burro.
Y siguiendo los caminos de la desmemoria o el no reavivar el recuerdo, espantado por molesto, como mosca borriquera con la mano, se podrían llenar páginas enteras que, repasadas con cuidado parecen noticias del «mundo al revés», que tanto placer nos suministraron los tebeos de nuestra infancia. Los ejemplos que de seguido traigo obedecen a lo ya dicho, y que el olvido, poderosa carcoma, los ha convertido en polvo y ceniza, en nada. Nadie sabe ya que antes de asesinar al cardenal Romero, mientras decía misa en la catedral, en el casino militar se echó a suertes, entre los asistentes, a ver quién iba a ser el ejecutor del asesinato. A los políticos malversadores de fondos públicos, Urralburu y Aragón, no se les juzgó en la Audiencia de Pamplona, pues habían prescrito los delitos que se les imputaba, aun cuando el dinero no volvió a las arcas de donde se extrajeron. La justicia tiene dos varas de medir, una para sacar de la cárcel al general Galindo, excusa: padecer enfermedad; otra que retiene en la cárcel a Barandalla, enfermo de gravedad, y no goza de igual trato. A De Juana se le niega la libertad debida según la ley y reglamentos que lo tienen escrito y a pesar de haber pagado su pena conforme y concorde con el Estado de Derecho. La Cruz Roja, en los días del sitio de Falluya, no tuvo permiso para ver, oír y contar la escabechina, cómo los soldados disparaban contra todo lo que se movía. Y ninguna cancillería del mundo cristiano protestó, eran moros. Guantánamo, otro olvido, y un tal Sanches, secretario de no sé qué, hispano, dice que la Convención de Ginebra, sobre los presos de guerra, no concierne a los EEUU. Un soldado estadounidense ha de tomar veinte pastillas al día para remediar el insomnio que le produjo la matanza de mujeres y niños, uno de edad de ocho años. Al menos le remuerde la conciencia, no al emperador Bush, que, según, tiene mandato divino para imponer la verdad en el globo terráqueo y seguro que dormirá de una tirada.
Mientras, en la taberna oigo y recojo esto: «salí de viaje, dejé a la perrita en la guardería, y el bruto del cuidador dejó que la montase un perrazo sin raza. Cuando me enteré lloré como una magdalena, pobre Chuchita mía, un perrazo tan grande, y sin pedigrí, ese bruto de cuidador no tiene alma ni corazón, cómo lloré». Qué cosas, qué drama, pero es lo que hay, el hombre es miseria y humo, más lo primero que lo segundo.
17.01.2005