Como todo el mundo sabe, Pasqual Maragall es, para bien y para mal, un político distinto a todos los demás, pero en eso reside el encanto del personaje. Es orgulloso y osado, y tiene una tendencia irrefrenable a la impertinencia cuando se encuentra ante inercias abitrarias y/o inexorables. El miércoles en Madrid tuvo uno de esos arranques de dignidad que le honran y que enorgullecerían hasta a Jordi Pujol. En plena Puerta del Sol planteó un auténtico desafío al Estado español. No sólo les dijo a los prohombres de la capital que quería todo el poder para Catalunya, sino que además les avisó de que Catalunya está bien dispuesta a disputarle a Madrid el poder de España. Lo fastidioso del caso, lo dramático, fue que al establishment madrileño, que asistió solícito al acto convocado por la presidenta Aguirre, las palabras de Maragall le entraron por una oreja y le salieron por la otra.
El grado de ensimismamiento de la sociedad madrileña es tal que en el coloquio lo que más interesó fue comentar el lío de los falangistas que se había montado el sábado anterior en la calle de Alcalá. Después dirán que si la barretina y el provincianismo catalán, pero la capacidad capitalina para no ver más allá de sus narices está resultando, como dio a entender el president, la peor tragedia de la España del siglo XXI. Si lo que no pasa en Madrid, no pasa en España difícilmente los que no son madrileños -y no se sientan inferiores por ello- van a poder identificarse. Los ejemplos son frecuentes y significativos. Esperanza Aguirre, que no tiene un pelo de tonta, firmó el mismo miércoles en Madrid un acuerdo con Maragall para que la exposición sobre Catalunya y su cultura, que se presentó en la Feria Internacional del Libro de Guadalajara, se instale en Madrid por una temporada. Hace bien la presidenta, porque será una auténtica novedad para la prensa madrileña, que prácticamente ignoró el acontecimiento de México. Recuerdo que los medios de Madrid apenas se enteraron cuando Jordi Domènech y Carles Bosch estuvieron compitiendo por el Oscar al mejor documental con Balseros, cuando los premios a Almodóvar o Amenábar se jalean con la misma jerga patriótica que el festival de Eurovisión.
Resulta significativo que al establishment madrileño le importe un bledo lo que diga el presidente de Catalunya, pero, por si fuera poco, los únicos que se inquietaron el miércoles en Madrid con el discurso de Maragall fueron precisamente los que están llamados a dirigir la ardua tarea de romper el monopolio madrileño del poder, es decir, los dirigentes del PSOE. Un comentario del president sobre un artículo de la Constitución puso a parir a Pepiño Blanco y cabreó a Jordi Sevilla, y ambos se apresuraron a aclarar que ni ellos, ni el PSOE, ni el Gobierno de España compartían las osadías maragallianas. Si el PSOE no cambia la España eterna, la España eterna se eternizará. Y de esa redundancia sólo cabe esperar efectos perniciosos que no convienen a los que aspiran a conseguir que España deje de ser algún día una realidad permanentemente discutida. Los dirigentes del PSOE harían bien en preocuparse menos de su correligionario Pasqual e intentar comprender los versos del abuelo Joan, pero a los catalanes, socialistas o no, para evitar que les vuelvan a tomar el pelo, no les queda más remedio que hacer alguna demostración de fuerza, si es que la tienen, o si se atreven, porque es lo único que en Madrid se valora. Son castellanos.