«Los países pequeños no cuentan nada». La frase del presidente español contiene tres errores. El primero, factual: España no es un país influyente. El segundo, estratégico: concede implícitamente (algo que no había ocurrido hasta ahora) que los países pequeños existen y son viables, aunque sea pudriéndose en algún rincón del mundo tan espantoso como los Alpes. El tercero, filosófico: el mundo que dibuja no es la suma de las acciones de ciudadanos, empresas y sociedad civil sino el resultado de las decisiones de los estados y sus gobernantes.
La filosofía política del Sr. Rajoy es la de un antiliberal (en el sentido más antiguo y amplio de la palabra liberal, hoy en día tan devaluada). La del Sr. Lucena, por lo que acabo de leer, también. Para los antiliberales, que en la Europa moderna recibían el nombre de mercantilistas, el mundo es un juego donde todo lo que ganan algunos países los otros lo pierden. El orden internacional es como un gran banquete, con un número fijo de platos, donde los invitados (los estados) utilizan pies, codos y, si es necesario, puños para quedarse con la parte mayor de la comida. Lo único que cuenta son el poder, la influencia y la violencia, física o de palabra, porque son, en último término, los instrumentos que hay que tener y utilizar para crecer y tener más poder y más influencia.
La razón de estado lo determina todo. Si es necesario invadir competencias, se hace. Si es necesario transgredir o dejar de aplicar los contratos firmados con los vecinos, al estadista no le tiembla la mano. Si es necesario maquillar las cuentas del Estado, vetar estados reconocidos por la propia UE, forzar la construcción de un tren inútil por el medio de los Pirineos o aliarse con el diablo de turno, se lleva a cabo sin pasar vergüenza. Por ello, en este sistema, lo importante es ser un Estado que cuente. Lo peor es no contar nada porque primero dejas que te engorden y finalmente los vecinos te comen.
Naturalmente, la lógica estatista de cara al exterior tiene unos efectos lamentables país adentro. La razón de estado, siempre interpretada al servicio del que manda, acaba poniéndose al servicio de los amigos y los clientes del Estado: los altos funcionarios, que saltan de empresa a dirección general y viceversa; los banqueros, que tienen acceso directo al poder; los presidentes de las empresas reguladas, de los políticos de aquellas regiones favoritas que no cuestionan nunca el orden establecido. El estatismo no es más que la ley de la jungla, disfrazada de palabras bonitas y apelaciones al interés general. El resultado es la ineficiencia y, a medio plazo, un ciclo constante de crisis políticas, económicas y presupuestarias. Históricamente, todo esto se resolvía con la expansión, la guerra, la captura de nuevas colonias y nuevos mercados. Hoy en día, sobre todo si uno tiene el peso militar ínfimo de España, la única solución es la expulsión (vía emigración) de una parte de la población.
Esta filosofía está en las antípodas de la concepción comercial, burguesa y liberal que hizo posible la revolución industrial europea. La revolución industrial es la prueba de que es posible hacer más grande el banquete para poder meter a más personas. Pero, para que esto sea posible, para que haya crecimiento, el Estado debe hacer de sirviente y no de dueño. Al Estado le corresponde mantener el imperio de la ley, ser imparcial y dejar el máximo espacio a la sociedad civil. La élite que gobierna (transitoriamente, hasta nuevas elecciones) y la clase que produce deben someterse a un sistema inflexible de normas. El Estado es secundario. Lo único que cuenta son las personas. Cuando los países son pequeños, esto es más fácil de alcanzar: la arrogancia del político español o del enarca francés no tiene suficiente espacio para desarrollarse. (La gracia de Alemania es que sus länder tienen suficiente capacidad para ligar de manos y pies al gobierno federal. Aviso a federalistas catalanes: eso no pasará nunca en España porque las regiones peninsulares tienen un tejido político y social de medio pelo).
Los estados pequeños son también los mejores amigos y garantes de la UE, precisamente porque no cuentan mucho y no tienen la capacidad de manipular las normas de la UE hasta enemistarse con todos. Al estatismo español le encanta la UE como fuente de recursos, de subsidios y de crédito barato. Ahora, como auténtico mecanismo regulador que asegure el derecho a la competencia y que desenrede el entramado de intereses entre Estado central, empresas parapúblicas y banca, le produce pánico.
Por todo ello, las ambigüedades del Sr. Duran y los brindis al sol federalista del Sr. Navarro me parecen incomprensibles. Hacen perder potencia y tiempo al país. Lo abocan a continuar bajo un Estado rancio y peligroso. Juegan con el bienestar de los catalanes. El auténtico reformismo y la auténtica política económica pro crecimiento pasan por apostar por un país al servicio de las personas y no bajo el control de funcionarios melancólicos, enjaulados en un pasado imperial apolillado.