» Caso Portu», la prueba de un delito muy barato

Torturas en el Estado español y en el mundo

 

El próximo juicio por torturas a Igor Portu y Mattin Sarasola será la prueba del algodón para una situación denunciada recientemente por la ONU y Amnistía Internacional: la levedad con que se castiga este delito en el Estado español. Pese a admitir que Portu pudo morir por los golpes, la Fiscalía sólo pide el mínimo de cárcel posible por ello: dos años. A tenor de los datos, sus captores estarían más preocupados si no hubiera ocurrido en Aramaio -en plena Europa-, sino, por ejemplo, Abu Ghraib, una cárcel de un país ocupado mediante una guerra declarada.

La Audiencia de Donostia juzgará en los próximos meses a quince agentes de la Guardia Civil acusados de torturar a los vecinos de Lesaka Igor Portu y Mattin Sarasola tras su detención el 6 de enero de 2008. El proceso se puede considerar casi como histórico si se tiene en cuenta que hace casi una década que no se produce un juicio contra agentes policiales encargados de la custodia de detenidos vascos bajo el régimen de incomunicación. Una década en la que, por ejemplo, no han llegado a juicio denuncias como la de Unai Romano o la de los detenidos de «Egunkaria», que ahora esperan el dictamen del Tribunal Europeo de Derechos Humanos. El caso de Portu y Sarasola sí acabará en una sala de vistas ante la evidencia palmaria de que ambos fueron detenidos en perfecto estado de salud y apenas quince horas después -y tras estar sólo en manos de la Guardia Civil-, Portu era ingresado en la UCI de un hospital. Sin embargo, se juzgará con una petición fiscal minúscula y que da la razón al reciente dictamen de la ONU.

En noviembre pasado, su Comité contra la Tortura hizo público un informe crítico con el régimen de detención en el Estado español. En él se censura, entre otras muchas cosas, la levedad de las penas previstas por delitos de tortura. Tras apuntar que el Código Penal establece penas de tortura de dos a seis años de cárcel en casos graves y de uno a tres si no lo son, apunta que esta calificación «no parece propiamente ser conforme al artículo 4 (2) de la Convención, que estipula la obligación de todo Estado de castigar todos actos de tortura con penas adecuadas en las que se tenga en cuenta su gravedad».

Pues bien, si la calificación penal ya resulta denunciable para la ONU, además la Fiscalía de Gipuzkoa propone aplicar en este caso el mínimo posible del abanico previsto (dos años). Y lo plantea pese a que en su escrito de acusación se admite que Portu estuvo al borde de la muerte por los golpes, que éstos se produjeron en diferentes momentos y escenarios, que necesitó 27 días para curarse, que los agentes lo niegan todo….

De las simples multas a los indultos

Para la acusación particular que representa a las familias, por contra, lo que procede es imponer el tope máximo (seis años por cada uno de los dos delitos de torturas), además de otras penas por «lesiones». De este modo, la mayor condena pedida por el fiscal será de tres años de cárcel (y sólo para dos de los diez guardias civiles a los que acusa), mientras las de la acusación particular ascienden a diecisiete años en uno de los casos. Sin duda, algo mucho más ajustado a los estándares que rigen para estos casos en el marco occidental, como muestran las condenas más recientes en Estados Unidos, Italia o Alemania.

La levedad de la tipificación de las condenas por torturas -y no digamos ya de su escasísima aplicación real- es una de las razones que tiene al Estado español bajo sospecha en el ámbito internacional. Además del Comité de la Tortura, también Amnistía Internacional se ha posicionado al respecto hace sólo unos meses. En su informe «Sal en la herida», AI incluye un apartado específico titulado «No imposición de sanciones adecuadas». Cita como ejemplo reciente el caso del agricultor Juan Martínez Galdeano, que murió en 2005 en el cuartel de la Guardia Civil de Roquetas (Almería) tras ser detenido por un conflicto menor. El caso no se juzgó como un delito de torturas, sino como «atentado no grave contra la integridad moral» del fallecido. De los ocho agentes juzgados, cinco quedaron exculpados, a dos se les condenó a una multa, y al oficial al mando, a quince meses de prisión.

Llueve sobre mojado. AI recuerda también el caso de Kepa Urra, uno de los poquísimos que ha derivado en condena en las últimas décadas en Euskal Herria. En 1997, la Audiencia de Bizkaia condenó a cuatro años, dos meses y un día a tres guardias civiles por los tormentos infligidos en 1992; el fiscal recurrió y el Supremo español redujo las condenas a un año en 1998; un año después, además, el Gobierno español les concedió el indulto. El Comité contra la Tortura de la ONU sentenció que «las acciones del Estado son contrarias a sus obligaciones en virtud del artículo 2 de la Convención contra la Tortura, que exige a los estados adoptar medidas efectivas para prevenir estos actos».

Así se llega a situaciones como ésta que cita también el informe de AI. Juan Antonio Gil Rubiales, condenado por el Supremo por la muerte de Joxe Arregi en 1981 (inicialmente fue absuelto dos veces en juzgados de Madrid), «se reincorporó al trabajo en 1992 en la Brigada de Seguridad Ciudadana de Madrid. De ahí fue ascendido posteriormente, primero a jefe de la Unidad de Intervención Policial de Gran Canaria (1996), más tarde a jefe de la policía de Arona, Tenerife, y más recientemente (marzo de 2005) a comisario provincial en Santa Cruz de Tenerife».

Todo ello sin olvidar que los juicios por los casos Arregi, Urra y, ahora, Portu, son en realidad excepcionales. La práctica totalidad de las denuncias se estrellan en las barreras protectoras previas. Una de ellas es el plazo de prescripción a los quince años, que resulta definitivo muchas veces dado que las pruebas -básicamente confesiones- no llegan hasta mucho después. Por ejemplo, no fue hasta el año 2000 cuando Massu o Aussaresses, generales de los paracaidistas franceses, reconocieron los tormentos practicados en la guerra de Argelia en los años 50. Por eso, el Comité contra la Tortura de la ONU ha instado a Madrid a que este delito «no prescriba en ningún caso». Le insta además a recopilar los casos de tortura, ahora «imprecisos y discordantes», ya que se aprecia que muchos agentes son reincidentes.

«Conmovidos»

La Fiscalía de Gipuzkoa no sólo propone el mínimo posible por «torturas», sino que tampoco advierte circunstancias agravantes en el otro delito imputado: el de «lesiones». Al contrario de lo que ocurre con la rígida calificación de las torturas, el Código Penal español permite una graduación más amplia en este caso. Para la representación jurídica de las familias de Portu y Sarasola, es evidente que las lesiones se produjeron con toda la alevosía posible. Los detenidos no tenían posibilidad de defensa alguna: estaban esposados y con los ojos tapados. Por ello, pide aplicar el máximo posible por ello: cinco años. Pero para la Fiscalía, con uno basta.

El Ministerio Público introduce además una especie de justificación al indicar que los agentes actuaron «conmovidos» por el atentado de Capbreton, en el que habían fallecido dos guardias civiles. A primera vista, el argumento extraña teniendo en cuenta que ese tiroteo se había producido un mes antes y que ni Portu ni Sarasola aparecían como sospechosos del mismo. Pero más sorprendente aún es comprobar que la afirmación fiscal se sostiene en el aire: ninguno de los guardias civiles ha alegado tal cosa en la instrucción, ya que evidentemente todos se limitaron a negar que torturaran a nadie.

Ocho y nueve años de cárcel por las imágenes humillantes de Abu Ghraib

En el mundo casi nadie sabe quién es Unai Romano ni tampoco Igor Portu, pese a las imágenes de sus lesiones. Todo lo contrario pasa con Abu Ghraib, la prisión convertida en icono planetario de la aplicación de la tortura. Pero la diferencia no está sólo en el eco que han tenido las denuncias gráficas, sino también en las condenas aplicadas por los hechos respectivos. Pese a no haberse apreciado situaciones de riesgo de muerte, como sí ocurrió en el caso de Portu, por los maltratos de Abu Ghraib se han dictado ya condenas que ascienden a ocho y nueve años de cárcel.

Los soldados que aparecían más veces en las imágenes eran Charles Graner y Lynddie England (en la siguiente página). Para ésta, el fiscal pidió entre cuatro y seis años de cárcel, aunque finalmente el tribunal fijó la condena en tres. Se le consideró culpable de haber paseado a un preso como si fuera un perro, con una correa atada al cuello, o de fotografiarse con varios prisioneros iraquíes desnudos a los que simulaba disparar, humillaciones que dijo haber cometido «para divertirse». A su novio, Graner, le cayeron diez años de cárcel por instantáneas similares, como la de una pila de prisioneros desnudos formando una pirámide. El tribunal no tuvo duda de que tales comportamientos suponían torturas. Y el fiscal añadió que con su actitud «han dado muchos argumentos al enemigo».

Otra de las fotografías que más impactaron al mundo era la de un preso, tapado por una túnica y una capucha negra, al que se le habían conectado unos cables para simular la aplicación de electrodos (en la siguiente página, abajo, a la derecha). El tribunal determinó que el tormento no había ido más allá de la simple humillación al prisionero. Sin embargo, a su autor, un soldado llamado Ivan Frederick, le ha costado una condena de ocho años de cárcel.

Condena a un alto mando policial en Francfort por amenaza de tortura

En Alemania, los tribunales se mostraron inflexibles ante el ex vicepresidente de la Policía de Fráncfort Wolfgang Daschner. El caso se juzgó en 2005 y es citado como ejemplo de «tolerancia cero» contra la tortura. A Daschner no se le acusaba siquiera de torturar, sino de amenazar con la tortura a un hombre detenido por secuestrar a un niño de once años, hijo de un banquero. El arrestado se negaba a facilitar su paradero (poco después se sabría que en realidad el pequeño había fallecido ya). En los interrogatorios, el responsable policial le dijo al detenido: «Sufrirás dolorosas torturas». La condena final consistió en una multa, tanto para él como para un comisario de su equipo, pero en momentos del proceso se barajaron peticiones de hasta cinco años de cárcel.

Condenas de hasta ocho años de cárcel contra ex agentes de la CIA en Milán

El caso más reciente de condena por torturas en Europa es probablemente el ocurrido en Italia. En el pasado mes de noviembre, un tribunal de Milán condenó a nada menos que 22 antiguos miembros de la CIA y a dos agentes del Sismi (los servicios secretos italianos) a penas de entre tres y ocho años de cárcel. Se les implicaba en el secuestro de un conocido imán llamado Abu Omar, que fue abordado en 2003 en las calles de Milán y metido después en un avión rumbo a Egipto para que fuera torturado allí. Ni las presiones diplomáticas estadounidenses ni las trabas de Silvio Berlusconi obtuvieron resultado alguno, y se dictó una condena masiva contra los implicados. Según relató Abu Omar a la prensa española, le golpearon, le aplicaron corrientes eléctricas, le apretaron los testículos…

Expertos policiales alertan de la «dudosa credibilidad» de estas confesiones

El general John Kimmons es jefe de los servicios de Información de Estados Unidos. En setiembre de 2006, alertaba a los expertos policiales de que «cualquier información obtenida mediante el uso de prácticas abusivas sería de dudosa credibilidad». Dejando al margen los aspectos éticos de la tortura, la cuestión de su eficacia para arrancar información verídica es cada vez más debatida. Y no es de extrañar ante casos como el del libio Ibn al-Shaykh al-Libi.

Dos meses después de los atentados del 11-S en Nueva York, Al-Shaykh fue detenido en Pakistán y entregado a los Estados Unidos. Tras ser torturado, hizo «revelaciones» que la Administración Bush utilizó para afirmar que Saddam Husein buscaba armas de destrucción masiva y que había contactado con Al Qaeda. Una mentira que, como es archisabido, sirvió para justificar la invasión de Irak. Para el investigador Michel Teretscheko, el episodio «ilustra bien lo absurdo de la tortura», que en este caso «tuvo consecuencias desastrosas».

También por este motivo, en las legislaciones occidentales se estipula formalmente, o bien se da por sobreentendido, que las declaraciones realizadas bajo tortura deben ser anuladas. Así, el Tribunal Supremo español decidió absolver a Hamed Abderrahman Ahmed -el denominado «talibán español»- dando prioridad total a la reivindicación de su inocencia hecha en el juicio, y Baltasar Garzón anunció después que investigaría las torturas sufridas en Guantánamo.

No parece que esta misma tesis valga para el caso de Igor Portu y Mattin Sarasola, sino más bien al contrario. Quienes defienden a la Guardia Civil lanzan ya el argumento de que se autoinculparon del atentado de la T-4 como un motivo para justificar las -presuntas- torturas. Y el juez Pedraz acaba de cerrar el sumario para juzgarles sobre la base de sus declaraciones policiales, sin esperar.

Aunque no haya películas al respecto, Euskal Herria también ha tenido casos similares al de los «cuatro de Guilford». Jorge Txokarro, Mikel Soto, Aurken Sola y Ainara Gorostiaga fueron exculpados del atentado mortal contra un edil de UPN en Leitza tras dos años presos por una autoinculpación forzada.

París, reprendido por Europa pese a haber dictado penas de cuatro años

En el Estado francés, uno de los pocos casos juzgados en los últimos años es el de Ahmed Selmouni, súbdito holandés de origen marroquí. Detenido en 1991 por un delito de narcotráfico, afirmó haber sido golpeado y objeto de abusos sexuales con una porra en la comisaría de Bobigny. Ante las reticencias de los tribunales franceses para tramitar su denuncia, Selmouni apeló directamente a Estrasburgo, que en 1999 condenó a París por un delito de torturas. Se da la circunstancia añadida de que para entonces los jueces ya habían activado la investigación y el Tribunal de Versalles había castigado a varios policías a cuatro años de cárcel, más de los que pide ahora la Fiscalía contra los guardias civiles por el «caso Portu». El Gobierno holandés apoyó a Selmouni en ese litigio.

Fuente: http://www.gara.net/paperezkoa/20100221/184251/es/Caso-portu-prueba-delito-muy-barato