En el Islam, especialmente dentro de los chiíes, existe la tradición, muy polémica, del ‘kitman’. Consiste básicamente en el permiso para disimular las creencias propias, si conviene. La figura me ha venido a la cabeza escuchando algunas declaraciones de políticos independentistas de estas últimas horas.
Por ejemplo del vicepresidente Puigneró, que dijo en la clausura de la Universidad Catalana de Verano que había que mantener la unilateralidad como estrategia negociadora con el Estado español. La paradoja es tan obvia que no sé ni si la debo señalar en público: o sea, que hay que mantener la unilateralidad para no ejercerla.
Ayer, la presidenta Forcadell también dijo que ahora nada de nada de unilateralidad, que eso no tocaba y que, en todo caso, si fracasaba la mesa que todo el mundo sabe que fracasará, ya hablaríamos. No sé cómo podremos hablar entonces; sobre todo no veo qué argumento inventarán quienes no paran de injuriar la unilateralidad. Pero, en cualquier caso, también me parece bastante contradictorio intentar mantenerte en la unilateralidad a la vez que dices que no toca. Como si la unilateralidad no fuera una actitud vital, una manera de relacionarse con el otro, también en términos políticos, sino una simple táctica.
La coincidencia de fondo entre estos dos referentes de los grandes partidos independentistas me ha parecido notable. Aún más después de leer un artículo que publicó ayer en el diario ‘El País’ Anna Gener (1).
El artículo habla de la polémica sobre el aeropuerto de Barcelona, pero, más allá de eso, hace un dibujo preocupante de la sociedad catalana cuando retrata la fuerza cada vez más evidente del sector funcionarial, o profesional, de la política y del abuso de los apriorismos ideológicos. Unos apriorismos a menudo muy extremistas que yo interpreto que hacen la función de compensar emocionalmente el acomodo social: no hay nada mejor que permitirte ser muy, muy revolucionario mientras cobras un sueldo público consistente. En Italia, que hace años que van por delante de nosotros en todo, en los años ochenta del siglo pasado ya hablaban del PSC (‘Partito del servizio civile’, «Partido de los funcionarios»), una fuerza que lo frenaba todo en la práctica, pero que llamaba a la revolución con una gran pasión y un afán literario excelso. Y así le ha ido a la izquierda italiana…
El artículo de Anna Gener, discutible como todos -como también es discutible este editorial, por ejemplo-, es valiente y original porque pone el dedo en una llaga hasta ahora poco resaltada cuando hacemos el análisis de lo que pasa: los intereses personales, patrimoniales, de esta masa de cientos de miles de militantes y simpatizantes políticos, que no necesitan pensar en su futuro porque lo pagamos entre todos. Una llaga que no es privativa del Principado. Tan sólo hay que mirar todo lo que pasa en el País Valenciano con lo que era el Bloque Nacionalista y Compromiso para ver hasta qué punto el mal -la funcionarización de la política, añadida a la hipérbole ideológica compensatoria y la práctica del ‘kitman’- ya es un fenómeno muy extendido. Lamentablemente extendido.
El lector que siga esta columna de manera habitual quizás recordará que muchas veces he aludido al Primero de Octubre como un día clave, no sólo para el proceso de independencia, sino también para la expresión democrática popular, para el anhelo colectivo de vivir en una sociedad mejor, en una democracia mejor, mucho más ajustada a la realidad y a las necesidades de la gente. Fue así muy probablemente por el efecto de arrastre. El movimiento independentista catalán nació de abajo. Y encontró canales -las consultas populares por la independencia, primero, y la ANC, después- que supieron vehicular esta fuerza de manera magnífica, que arrastraron a los partidos y a los políticos profesionales, desbordaron sus cauces y sus pretensiones e hicieron realidad la unilateralidad en un estallido de democracia que lo cambió todo. Pero, inmediatamente después, de la mano de los mismos partidos independentistas y con el chantaje de la represión como gran argumento, se empezó una marcha atrás en todos los terrenos: en el de la independencia, pero también en el de la manera de entender y practicar la democracia, que Puigneró y Forcadell, tal vez inconscientemente, eso no lo sé, definen bien.
De modo que la cuestión, ahora que las cosas están cada vez más claras, es cómo volver a empezar. Cómo se vuelve a activar la máquina que, desde abajo, fue capaz de poner contra las cuerdas al régimen y al Estado español y obligó al sistema político catalán a mirar más allá de sus intereses espurios.
(1) https://elpais.com/espana/catalunya/2021-08-23/un-marco-mental.html
VILAWEB