“Me dirijo a usted no sólo como presidente del Consejo Europeo sino como alguien que cree firmemente en el lema de la UE de ‘unidos en la diversidad’, como miembro de una minoría étnica y un regionalista, como un hombre que sabe qué se siente al ser golpeado por la porra de la policía. Como alguien, en fin, que entiende y siente los argumentos de ambas partes”.
Donald Tusk, 10 de octubre de 2017.
El imperio español, que dominaba decenas de territorios de ultramar y donde el sol no se ponía, vio ponerse el sol en Flandes. Fue en el siglo XVI, cuando los holandeses no solo lograron independizarse de ellos, sino que además, en poco tiempo, se convirtieron en el nuevo gran imperio de ultramar europeo. ¿Por qué España perdió tan rápidamente su carácter de superpotencia? Porque se basaba en pilares obsoletos: la obediencia al rey, el autoritarismo del sistema (incluidos los “jueces”) y la conquista de territorios por la vía militar, aunque hubiera que reclutar soldados por la fuerza e incrementar los impuestos de forma indecente. Los holandeses, en cambio, basaron su expansión en el comercio y el crédito. Las guerras las financiaban burgueses que generaban riqueza y obtenían créditos, y si obtenían créditos era porque el sistema holandés era fiable: los jueces eran independientes, los derechos individuales (al menos el de la propiedad privada) se respetaban y quien invertía en los Países Bajos sabía que aquel Estado devolvía la inversión. En caso de litigio, además, la cosa se resolvía con neutralidad. Las personas piden créditos, los países también. Y ahora mismo, como recordaba el president Puigdemont a Pedro Sánchez esta semana, quien pide un crédito a Waterloo es el PSOE.
Waterloo está muy cerca de Flandes, por cierto. Puigdemont tiene que calcular muy bien a cambio de que concede su crédito, y sobre todo tener presente que quien lo pide no es exactamente el PSOE, sino España. Lo que está en juego es el crédito de España, desde su total desacreditación como sistema desde antes del choque de 2017. Quien pide auxilio no es Pedro Sánchez, sino un Estado que, simplemente, no chuta. Un Estado que todavía no sabe resolver la paradoja por la que su región más próspera aún no se rige por un Estatuto de Autonomía votado por la gente, y en la que entre un 40 y un 50% de la población quiere la independencia. Y donde, además, han quedado más que retratados los mecanismos judiciales y administrativos que no tienen ningún problema en vulnerar la ley para castigar a ciudadanos que ejercían derechos fundamentales. Pueden creer que Puigdemont ha perdido parte de su batalla judicial sobre su inmunidad (de momento), pero es que el fondo de la cuestión no es este: los jueces europeos aún deben deliberar sobre si la sentencia de Marchena vulneró los derechos fundamentales y sobre si Cataluña, y/o el independentismo, sufre una persecución como grupo objetivamente identificable.
Las respuestas a estas preguntas las tiene todo el mundo en la cabeza, y los porrazos y el encarcelamiento de todo un gobierno fueron las pruebas más gráficas de ello. España ha fallado como proyecto, el pacto del 78 está desmenuzado y en Europa saben sobradamente que el problema ya no es interno. Les afecta, como les afecta la irregularidad de la no oficialidad del catalán, como les afectan los obstáculos al corredor mediterráneo. Afecta a la presidencia de la UE, afecta a todo el sistema y afecta sobre todo a la garantía de los derechos fundamentales en uno de los grandes Estados que la componen. El PSOE no va a contrarreloj: España va a contrarreloj y lleva más de cuarenta años sin actualizarse. Va tan tarde que mi pronóstico de nuevas elecciones le veo cada día más claro: simplemente, ni les da tiempo de cambiar ni saben exactamente cómo hacerlo. Va tan tarde como cuando aceptó conceder un régimen de autonomía a Cuba.
«Oh, es que concederos la autodeterminación es un suicidio«. Nadie os pide que os suicidéis. Si vuestro país todavía no está preparado para aprobar una ley del divorcio, hay algo que sí puede hacer: dejar de penalizarlo. Admitir el error de los castigos judiciales, aclarar que un referéndum no puede ser delito (como ya recordó la asamblea del Consejo de Europa, apelando al Código Penal de 2005) y, en caso de duda o compromiso, dejar que sean los tribunales europeos quienes lo determinen. Este es el trabajo judicial que se lleva haciendo desde hace seis años, y por primera vez, aparte de ese trabajo judicial, hay quien quiere hacer trabajo político. Vale, hablemos. Pero si no nos entendemos, lo peor que le puede suceder a España no es ir a elecciones. Lo peor es que la solución les venga impuesta por instancias imparciales superiores.
Sí, así es cómo funcionan los sistemas que tienen crédito
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