¿Puede sobrevivir el multilateralismo a la rivalidad entre China y EEUU?

La rivalidad estratégica entre Estados Unidos y China plantea un gran desafío a las organizaciones internacionales, que hoy corren el riesgo de convertirse en meros peones de alguna de estas dos potencias. Lo que habrá que ver es si estas instituciones son capaces de conservar su papel para facilitar una cooperación internacional que es desesperadamente necesaria.

De momento, el conflicto chino-estadounidense ya está trastornando las reglas acordadas mundialmente, con la fuerza que cada parte ejerce en la lucha por el acceso a recursos y mercados. Los Estados Unidos han optado por abandonar acuerdos comerciales de larga trayectoria en favor de medidas impuestas unilateralmente. Y China, por su parte, está creando su propia esfera económica y geoestratégica mediante asociaciones bilaterales y paquetes de ayuda, comercio e inversiones bajo su Iniciativa Transnacional de la Ruta de la Seda (BRI).

Los dos rivales también compiten por el control de las nuevas tecnologías y los datos que las hacen posibles. De las 20 principales empresas tecnológicas del mundo, nueve son chinas y once son estadounidenses. Por el lado chino, los gigantes tecnológicos disfrutan del acceso a una inmensidad de datos, ya que cuentan con el apoyo de un gobierno que los reúne con fines de vigilancia y para crear un sistema de crédito social. Por el lado estadounidense, las grandes tecnológicas reciben el apoyo de cláusulas como el acuerdo entre Estados Unidos, México y Canadá (USMC) que exigen el flujo de datos libre y sin restricciones entre estos tres países.

La rivalidad estratégica no es sólo una batalla por el control de recursos, el acceso a mercados y el dominio tecnológico, sino que es una batalla, en términos más generales, por el control de las reglas del juego. En este sentido, no es la primera vez que la rivalidad entre grandes potencias amenaza las instituciones internacionales. Tras su fundación, en 1944, el Banco Mundial pronto se volvió irrelevante para la reconstrucción de Europa. Con la Guerra Fría creció la competencia en el continente, lo que llevó a los Estados Unidos a impulsar medios más directos como el Plan Marshall. Así, el Banco Mundial quedó relegado a una tarea diferente: prestar dinero a países pobres.

Algunos analistas describen el BRI como el Plan Marshall de China. Pero la rivalidad estratégica de ahora difiere de la Guerra Fría en muchos aspectos, partiendo de que los Estados Unidos y China son económicamente interdependientes a un nivel en el que EEUU y la Unión Soviética no lo fueron nunca.

En el caso del conflicto chino-estadounidense, el reto principal es contener la guerra comercial, que tendría efectos devastadores en otros países. Desgraciadamente, el actual sistema de reglas ya se está desgastando. El mecanismo de solución de disputas de la Organización Mundial del Comercio (OMC) está paralizado por la negativa de la administración Trump a permitir nombramientos a su Órgano de Apelación.

Para salir del impasse serán necesarios un pensamiento creativo y, tal vez, una serie de acuerdos más específicos para insuflar vida al sistema. Por ejemplo, los países con disputas comerciales podrían hacer mejor uso de las consultas bilaterales de 60 días de la OMC para llegar a una solución por ellos mismos. Los líderes de la OMC podrían ser mucho más atrevidos y creativos a la hora de encontrar maneras de apoyar el comercio basado en reglas.

Otras organizaciones multilaterales también deberán reconsiderar sus estrategias. Con independencia de si las grandes potencias se encuentran en conflicto, el mundo necesita desesperadamente mecanismos para facilitar la cooperación en temas como el cambio climático, la biodiversidad, la infraestructura transfronteriza y la regulación de las nuevas tecnologías. Las organizaciones internacionales pueden ofrecer un espacio de debate para estos asuntos, permitiendo compartir información y llegar a soluciones comunes. Además, pueden jugar un papel crucial como monitores neutrales de las reglas acordadas previamente, reduciendo la tentación de que algún país pueda hacer trampa o emprender medidas unilaterales de suma cero de las que sólo salen ganadores y perdedores.

China, EEUU y el resto del mundo tienen intereses en común en una amplia variedad de temas. Pero para facilitar la cooperación hacia objetivos en común, las organizaciones internacionales se deberán renovar. Por ejemplo, el Banco Mundial podría crear nuevos instrumentos para abordar los retos regionales y globales, en lugar de seguir ligado a préstamos a países individuales, y podría deshacerse del peso ideológico que impide a ciertos países abrazar su enfoque de evaluación de las políticas e instituciones nacionales. Más que otorgar préstamos a países pobres de maneras que amplifican los sesgos de los principales donantes bilaterales del mundo, el banco debería identificar áreas desatendidas y asegurar un equilibrio en la financiación global para el desarrollo. También deberá actualizar su estructura de gobernanza para dar a China y a Estados Unidos una sensación de involucramiento e influencia.

Resulta imperativo que la rivalidad entre China y EEUU no haga estallar una guerra. La historia nos ha enseñado las trágicas consecuencias de lo que ocurre cuando los líderes definen a sus rivales como enemigos y atizan los resentimientos nacionales para obtener ganancias políticas personales. En estos momentos, esta tendencia se puede advertir tanto en China como en Estados Unidos.

Para contener la nueva competición estratégica, las potencias rivales, junto con el resto del mundo, deberían imitar el foco de la Guerra Fría a acuerdos específicos con objetivos puntuales, en lugar de intentar crear nuevas reglas de aplicación amplia. Las organizaciones multilaterales como la OMC y el Banco Mundial podrían tener un papel importante para intervenir en estos acuerdos, pero sólo si las autoridades respectivas son valientes y creativas, y si cuentan con la venia de los gobiernos que las sostienen.

ARA