Si muchas personas como yo, de mi generación y de mis ideas, hemos ido cambiando algunas creencias políticas y alguna parte de la ideología, ha sido simplemente por un proceso de pura observación de la realidad, por un puro empirismo racional. La fe en la superioridad sustancial del socialismo, la santa doctrina del profeta Marx, y algunos otros elementos del dogma antiguo, resultaron progresivamente incompatibles con la constatación de los hechos, si los hechos se contemplaban sin gafas de colores, y se descubría por tanto cuál era su color natural. Pongamos por caso que un simple observador racional como yo, hace treinta años, a primeros de los 80, se preguntaba: ¿la economía de los países llamados socialistas, produce más riqueza y la reparte mejor, crea más bienestar?, ¿La gente vive en mejores condiciones bajo aquellos regímenes, tiene una vida más confortable y más satisfactoria? La respuesta era obvia, y más obvia aún si se viajaba un poco por aquellos territorios y países. Y al final, ¿del conjunto de los programas y doctrinas, qué es lo que importa? ¿La aplicación de una ideología montada a priori, o la realidad de si el conjunto de la gente, de los ciudadanos, del pueblo en general, viven mejor o peor? Hablemos en términos económicos, de condiciones materiales: ¿qué quiere decir que la gente vive mejor, en tal sistema y no en tal otro? Quiere decir que el sistema produce más bienes y más servicios y que están más extensamente repartidos y que la gente tiene más acceso a los mismos: que la mayor parte de la gente tenga unas casas mejores, que se pueda pagar buenos alimentos, que disponga de más medios de transporte, de mejores servicios de todo tipo… Y era tan claro y tan visible que los países llamados capitalistas funcionaban mucho mejor que los que se decían socialistas…: era tan evidente, que algo debía fallar en la doctrina. Por lo tanto, llegó un momento que no se podía sino aceptar la validez de la economía de mercado. Con todos los controles, regulaciones y redistribuciones necesarios, claro está, que para eso sirven la estructura política del estado, los impuestos y los usos del presupuesto: para ayudar a la gente menos favorecida, para crear la máxima igualdad de posibilidades entre todos los ciudadanos, y sobre todo para garantizar que el mecanismo de la producción de bienes y servicios funcione con la máxima eficacia, y por lo tanto ponga a disposición del máximo posible de gente el máximo posible de estos bienes y servicios.
También en esto, en materia de disponibilidad de los bienes y servicios, yo y mis amigos y conocidos y tantos otros compañeros de ideología de hace cuarenta años, hemos tenido una idea desviada de qué es un servicio público. Todo, decíamos, lo que es necesario y de interés general, y que debería estar garantizado a todos, debería estar controlado por el poder político-administrativo. Pues no. En ningún país europeo occidental, ni a los políticos socialistas más socialistas se les ha ocurrido nunca colectivizar la agricultura, por ejemplo. No hay nada más importante y necesario que la comida, lo primero que debería estar universalmente garantizado. A nadie, sin embargo, no se le ha ocurrido que se nacionalizan los campos de patatas, la huerta de Valencia o las alcachofas del Baix Llobregat. Ningún ideólogo del socialismo democrático (del otro no hablemos ahora mismo, Cuba o Corea del Norte son otra cosa) ha propuesto convertir en funcionarios públicos a los agricultores, los panaderos o los carniceros. El agua -y sin beber no se puede vivir- también la gestionan a menudo empresas privadas, sin que ello cause problemas de conciencia a muchos gobiernos municipales de izquierda. Pero luego resulta que si una escuela o un hospital no son de propiedad y gestión pública (es decir, si los maestros o los médicos no son funcionarios), pensamos que ya no hacen un servicio público sino privado, y que esto es un escándalo, porque toda necesidad general debe ser cubierta por la administración pública. Será que la comida, por ejemplo, no es tan necesaria, no merece esta garantía, porque si fuera así habría que nacionalizar los campos de trigo, las verduras, la fruta, las vacas y los pollos. Parece una chorrada, y quizás lo es, pero cada vez que pienso (generalmente en tiempo electoral, escuchando o leyendo discursos cargados de doctrina) se me renuevan las dudas sobre qué debería ser privado y que debería ser público. De eso, de estos conceptos inciertos, deriva una buena parte de la filosofía moral y política de los últimos 200 años.