Hay que aguantar la risa con disimulo al escuchar todos esos discursos que pretenden ser rompedores, disruptivos, distópicos, provocadores, objeto de persecución, si no incluso revolucionarios, y que de hecho ya forman parte del pensamiento hegemónico, políticamente correcto, y que se han instalado en el poder político y gobiernan todo tipo de instituciones. Hace reír por el ridículo de querer presentar como subversivo lo que ya constituye el código normativo dominante en una sociedad que cree que ya viene de vuelta de casi todo. Sí: la subversión retórica es hoy día la base de la verdadera ideología bienpensante, y por eso dibuja una revolución inocua, por mucho que utilice un lenguaje irreverente y aparentemente agresivo.
Es cierto, también debe decirse, que una cosa es el discurso ideológico hegemónico y políticamente correcto, lo que queda bien escuchar, lo que se puede sostener en público sin ser mal visto, y otra cosa es la estructura social y las prácticas cotidianas. No debería sorprendernos algo tan antiguo como que públicamente se diga una cosa y que luego pase otra. Pero la relación siempre había sido que se simulaba una conducta dócil con las normas sociales, y secretamente se transgredían. Ahora la lógica social es más perversa: se simula una voluntad transgresora, y en la práctica somos corderitos.
Lo que digo es especialmente cierto, con pocas excepciones, en el ámbito cultural y político que se considera a sí mismo superempoderado. Cada vez que se entrevista a un nuevo gestor cultural, se ve obligado a decir que pondrá patas arriba la institución que debe dirigir. Cada vez que un artista presenta su obra, para hacerla valiosa, debe defender su carácter transgresor. Cada vez que un político progresista -es decir, formalmente el 85 por ciento del actual Parlament- hace un discurso, debe anunciar transformaciones sociales radicales mientras se olvida de decir qué es lo que ya encuentra bien y piensa preservar.
En este sentido, se puede entender muy bien que en las encuestas sobre orientación ideológica la gran mayoría de personas se sitúen a la izquierda, sabiendo como ahora sabemos que los malos son la derecha. A la derecha se sitúa un escaso 15 por ciento, como en el Parlament. Otra cosa es que este electorado que se autopercibe de izquierdas tome compromisos sociales y personales en la línea de lo que confiesa. Si tuviera que calificarse de algún modo la contradicción deberíamos hablar del predominio de una izquierda conservadora. En política, los mecanismos del autoengaño hacen estragos tanto en las conciencias individuales como en las colectivas.
Se diría, pues, que en el plano del discurso ideológico -decir pensamiento sería una exageración- cada vez más prevalecen las reglas del marketing consumista. Es decir, la novedad, el desafío y la irreverencia. Si de un detergente a unas galletas, si de un perfume a un medicamento, no puede decirse que es nuevo, o no se presenta con una imagen desafiante y un lenguaje irreverente, es que no vale nada. Y no se le ocurra pedir que un profesional de los medios de comunicación sea cuidadoso a la hora de emplear un catalán correcto y sin groserías porque será acusado de elitismo excluyente. Incluso Disney, en otro tiempo tan conservadora, ahora puede estar detrás de la canción ‘Good to be bad’ del filme ‘Descendants 3’ de su canal.
En definitiva, el grado de confusión ideológica y de inconsistencia práctica, si tuviéramos que atender a los patrones clásicos, es sideral. Una confusión que para analizarla bien debería recurrirse a la perspicacia semiológica de un Roland Barthes (1915-1980). Estoy convencido de que en sus artículos recogidos en ‘Mitologías’ (1) -con un excelente prólogo de Xavier Antich en la versión catalana (Àtic dels Llibres, 2017)-, Barthes habría añadido uno sobre el tatuaje como mito actual. Me refiero al éxito del tatuaje como expresión genuina y paradójica de esta contradicción flagrante entre vivir en un mundo convulso y querer llevar en la piel una marca fija e imborrable.
(1) En español: https://jpgenrgb.files.wordpress.com/2017/02/barthes-mitologias-1999.pdf
ARA