El problema no es el de quienes demandan soberanía, escapatoria del desacuerdo, sino de quienes no son capaces de concordar el acuerdo. Esta es la cuestión. En las sociedades humanas abundan los disensos y las coexistencias, nos soportamos en la discrepancia. El problema lo constituye el marco de la discrepancia, los residuos de la intolerancia; es decir, el modelo social o político. He ahí por qué algunos no aceptan la evidencia de que se es más separador que separatista. Insultan al otro cuando invocan la unidad del mercado (¿en tiempos de la globalización?) o niegan la singularidad de las identidades: un catalán se parece a un andaluz como un huevo a una castaña. ¿Y quién excluyó a catalanes y valencianos del imperio americano hasta 1771? Los castellanos. ¿Y a quiénes los Borbones arrebataron sus fueros en 1714 o tras la batalla de Almansa? A catalanes y valencianos. Es decir, existen razones de peso para ser distintos, pues los vascos combatieron tres veces por sus fueros en el siglo XIX; y hoy, con los navarros, gozan de alguna manera de ellos. El problema no radica en la diferencia sino en el proyecto. Las fuerzas políticas que apelan a centripetismo carecen de proyecto, en tanto que las que invocan tendencias centrífugas van sobradas de proyecto.
España es una nación poderosa cohesionada desde un núcleo castellanista. Castilla hizo España, pero no un Estado español. El Estado genéticamente procede de pactos matrimoniales, de dos culturas diferenciadas no solo por el idioma, sino también por la idiosincrasia y la historia. De los Reyes Católicos aFranco hay un cordón umbilical unificador, conscientemente arquitecto de un supuesto proyecto de Estado-nación. Sucedió que, mientras el Estado fue posible -gracias, entre otros factores, a queGermana de Foix no le dio un hijo a Fernando el Católico-, y supuso el inicio de la modernidad, la nación como infraestructura no fraguó; y sigue sin fraguar, a pesar de la brillante transición de 1976 y su Constitución de 1978.
Es curioso que se acojan a ella quienes fueron más críticos y adversos a la misma. El PP (entonces AP) la votó a regañadientes, y en algunos casos singulares y célebres, ni la llegaron a votar, precisamente ciertos adalides hoy de su sacralidad inalterable. Sin embargo, no es dudoso afirmar que el modelo no ha fraguado a la vista de las duras críticas al mismo desde la Fundación Everis y su famoso informe, y desde la FAES y sus 178 páginas de crítico alegato ¿Se han preguntado los centrípetos qué proyecto ofrecen alternativamente al de las autonomías? Ni lo veo, ni lo oigo, derribado el exacerbado centralismo pre-constitucional. Las autonomías en sí mismas no consolidan un modelo, sino una vía transitoria hacia una estación término (¿el federalismo?).
Nacionalidad es a nación como andaluz es a Andalucía. Naturalizarla en el texto constitucional supone un grado superior en su carácter de diferenciación de la mera región o regionalidad. Si lo consideraron equívocamente como un sinónimo de esta, ¿por qué admitieron su ambigüedad en la definición constitucional? Adolfo Suárez tenía cumplido conocimiento de tales distinciones más allá de lo semántico, y también de lo que por ello entendían Miquel Roca Junyent y Jordi Pujol cuando negociaron en La Moncloa con Suárez la noche del consenso. Ergo ¿a qué vienen los aspavientos en hora tardía? Nadie exigía el modelo de autonomías para todos; muchas regiones ni siquiera sabían lo que ello conllevaba. Si el modelo se abrió para neutralizar la diferencia nacional de algunas comunidades, la responsabilidad recae en quienes obraron el milagro de la elasticidad de una fórmula que no se adecuaba a un proyecto definido. La de Adolfo Suárez y Martín Villa no era la reflexión honda de Ortega y Gasset en La redención de las provincias. Para ellos la urgencia consistía en echar agua al vino de Catalunya, como ahora se adivina, pues ni mención se hace a la muy solidaria fórmula empleada para Euskadi o Navarra.
Que el Estado español contraste las aportaciones fiscales solidarias de Euskadi y Navarra y de Catalunya. Pronto se transparentará la genuina razón del problema. Catalunya y su paquete fiscal desequilibran el Estado español, en tanto que País Vasco y Navarra apenas inciden en esta desestabilización presupuestaria. Esa es la cuestión real. Aun así, el problema subsiste, porque ni ofrecen proyecto las fuerzas centrípetas, ni el Estado español sería, tal como hoy lo conocemos, viable sin Catalunya. ¿Alguien se ha interrogado por la teoría del centro y la periferia de Wittgenstein? El gran problema para la fortísima nación castellano-española amanecería el día en que Catalunya aplicase la teoría de su centralidad en el cuadrante mediterráneo que conformó hasta los Reyes Católicos, incluso los Austrias, la confederada Corona de Aragón. Ergo, el problema radica en la nación que no supo construir un proyecto de Estado idóneo. Hoy el nexo de la cuestión sigue vivo, nadie ha logrado ponerle el sello. Una nación de naciones requiere otro Estado, no el de 1978.
*Manuel Milián Mestre. Exdiputado del PP