Mucho más que Haibao, la sonriente mascota azul de la Expo de Shangai, el animalito que simbolizaba para mi la modernización vertiginosa de la enorme megalópolis china, y las tragedias que esconde detrás, era una rana de piel color ocre y grandes ojos negros.
La vi a las cinco de la madrugada, al amanecer, mientras deambulaba insomne (yo y no la rana) por la orilla del río Huangpu preso del jet lag tras un vuelo de doce horas desde Vancouver.
Recorrí la hilera de franquicias de Starbucks, Häagen Dazs, McDonalds y Kentucky Fried Chicken todos con sus muñecas de Haibao y eslóganes neo maoistas, Better city, better life, mientras los primeros barcos de carga bajaban hacia la desembocadura del Yangtze.
Privado de sueño, los rascacielos de Pudong resultaron intimidantes y apocalípticas como en aquellos cuadros de Berlín del expresionista Ludwig Meidner. La minimalista World Financial Center, de 492 metros, icono de la audaz apuesta china por ser exactamente igual que todo lo que antes despreciaba. La torre Jin Mao,una sobredimensionada pagoda de 88 pisos. La Shanghai Center con sus esferas color rosa de ciencia ficción kitsch, futurista en el sentido mas anticuado.
Cientos de edificios gigantes formaban una muralla de cristal, neon y hormigón que ya reflejaba los primeros rayos de sol. Recordé los harapientos trabajadores migrantes del interior que habíamos visto dormidos en las obras la ultima vez en Shangai. Solo habían pasado cuatro años pero era un lapso de tiempo tan largo en Shangai que un conserje de hotel solo pudo echarse a reír cuando le preguntamos por un restaurante que conocimos en aquella visita. «¿Qué será de los millones de trabajadores y campesinos expulsados de Sichuan por la pobreza, el terremoto y la promesa de Häagen Dazs o Louis Vuitton, los que construyeron Pudong por un dólar al dia?», me pregunté. Quizás tienen suerte y han conseguido un piso en los miles de otros bloques de 40 o 50 plantas que crecen en el horizonte «como brotes de soja en primavera», según ironizó el artista Cai Guo Qiang cuya exposición rebelde en el nuevo museo Rockbund en el Bund homenajea a «los campesinos pobres y hambrientos que han construido la ciudad con su sangre y sudor». Sin olvidar a los 18.000 trabajadores desahuciados para allanar el camino a la Expo, según el Centro de Derechos de la Vivienda en Ginebra, a los que pronto se sumarán otros 2.000 , desplazados para la construcción de un parque temático de Disney en las afueras de la ciudad.
Tuve una sensación mucho peor de lo que Robert Hughes calificaría como el «shock de lo nuevo». Quizás fue el espanto de ver lo nuevo repetido siguiendo el mismo patrón. Me quedé, media hora quizás, mirando el río, hipnotizado por las corrientes y remolinos del agua gris del tributario del Yangtze. Un paseante -uno de los primeros de la mañana- se me acercó con gestos de preocupación quizás recordando las ultimas noticias de suicidios de trabajadores desesperados en las fabricas y company towns de Shenzhen. «Para trabajadores de 18 o 20 años sin cualificaciones que vienen del interior, el suicidio puede ser la única forma de ser libre», me diría después un joven trabajador de Foxconn empresa fabricante del I-pod que llevaba en mi mochila.
Luego vi la rana. Había entrado desde el río, colándose por uno de los agujeros del muro pero ya no sabia volver. Trepaba hacia un lado y luego otro pero siempre se encontraba con una pared de hormigón. Intentó subir hacia uno de los fast food, pero se resbaló.. Me quedé en el rincón animando a la ranita para que encontrase uno de los huecos por donde había entrado. Ya salía el sol de la mañana y las temperaturas empezaron a subir. Dentro de un par de horas llegarían a 30 o 35 grados. Pero cada vez que la rana se acercaba a su única salida, daba media vuelta y volvía a dirigirse hacia la pared como si por un instinto suicida. Reflexioné sobre la utilidad o la futilidad de la intervención. ¿Para qué salvar a una rana si el acoso implacable del hormigón y la contaminación del agua condenará tarde o temprano a toda su especie?
Me dirigí hacia el hotel, en uno de los nuevos rascacielos. Pero la rana había ido asumiendo dimensiones metafóricas en mi mente insomne quizás delirante tras tantas horas sin pegar ojo. Pensé en el poeta escocés Robbie Burns cuya estatua había visto en Central Park de Nueva York y en Edmonton (Canadá) durante el viaje maratoniano, una vuelta al mundo en 15 días. Y pensé en su poema To a mouse (por un ratón). La estrofa «I’m truly sorry Man’s dominion Has broken Nature’s social union», parecía más triste que nunca viendo la rana china acosada por el Pudong. Y ¡cuanto me habria gustado recitarles a los grandes estrategas de la modernización capitalista china Deng Xiapoing o Hu Jintao las famosas líneas: «But Mousie, thou are no thy-lane, In proving foresight may be vain: The best laid schemes o’ Mice an’ Men, Gang aft agley, An’ lea’e us nought but grief an’ pain, For promis’d joy!
Di media vuelta y recogí la rana con un papel que introduje por el hueco hacia el otro lado del muro. Luego miré desde arriba y vi a la rana asomarse al inmenso río y trepar hacia abajo hasta un escalón cubierto de musgos a cuatro metros del agua de donde salían las ramas de una planta de hojas verdes brillantes, quizás los primeros brotes de un bambú. Allí, estaba sentada otra rana. Las dos se quedaron inmóviles entre las hojas húmedas y sombreadas, a escondidas de los terroríficos rascacielos de Pudong.