1.
De acuerdo o no con él, la verdad es que, desde una perspectiva vasca, el Plan Ibarretxe ha vuelto a atraer las miradas de Europa sobre el contencioso entre el autodeterminismo vasco y el integrismo español. De acuerdo o no con él -segunda verdad- el Plan Ibarretxe ha planteado por primera vez en muchos años la fractura expuesta de la democracia para el País Vasco ante los ojos de toda Europa sin permitirle que mirara hacia el otro lado.
Respecto al tema -democracia- Europa no puede evitar dirigir su mirada hacia Madrid, interpelándole, después de años y años en que le ha bastado al gobierno español reiterar ad naseum la reivindicación de su condición democrática, para que la vieja zorra de la política europea se apresurase a fingir que le acreditaba.
Mientras Ibarretxe dirigía sus pasos hacia la Moncloa, al encuentro de José Luís Rodríguez Zapatero, el lehendakari vasco planteó por primera vez el tema del clamor democrático donde él siempre ha estado, es decir, del lado de derecho de autodeterminación para el pueblo vasco (como para otros pueblos que con semejante consistencia se lo reivindiquen).
La diferencia es que ahora la cosa no pudo disfrazarse. José Luís, un demo-socialista resignatario y no un demo-falangista en cruzada, como José María, su antecesor, tuvo que declarar que en su concepto de democracia no cabe el ejercicio de consultar a un pueblo respecto a la decisión de sus destinos colectivos. Ni incluso en un marco tan enconado como el del sobradamente conocido «problema vasco».
2.
De su parte, en Portugal, algún adorador local de paella, y a la vez director de uno de los principales periódicos del país, empezó un editorial justificativo de por qué no cabe escuchar a los vascos sobre la determinación de su vida colectiva, ni siquiera en nombre de lo que llamó el «peligroso argumento» de los derechos de los pueblos.
Me entero de lo blando que suena dicha línea de argumentación para quienes, como los vascos, hace mucho se han habituado a las perlas radioactivas de la tertulia de prensa española sobre el tema. Pero concederéis que desde un país ajeno, para un editorialista que suele reclamar su condición de «demo-liberal», es mucho decir. O, más precisamente, es mucho sentir.
Mucho sentir ese inconfesable problema onto-político de los que mientras proclaman su condición democrática no pueden vivir la democracia sino en cuanto problema. Problema que hay que disfrazar, como regla, o bien justificar cuando la excepción no deja grieta por donde escapar.
Si medio voto del autodeterminismo vasco en el parlamento de Gasteiz y un plan presentado por el lehendakari en Madrid genera una aflicción tan enorme, imaginemos lo que puede pasar si una consulta popular efectivamente se concreta en el País Vasco.
Por un breve momento, pues, el disfraz no fue posible. Y bajo la cosmética estropeada pudo verse la verdadera edad medieval de lo que, bajo las luces del video-política contemporáneo, nos hemos habituado a oír llamar: ¡democracia!