La feliz expresión de Jordi Cuixart en el alegato final de la farsa de juicio del Tribunal Supremo, «Lo volveremos a hacer», no fue un desafío chulesco, sino que, según escribió él mismo, era «una llamada a la esperanza y contra la resignación y la frustración». Es decir, un grito que invita, por no decir que obliga, a responder activamente. Por eso Jordi Cuixart, en un breve texto manuscrito, añadía: «Tan importante es hacerlo juntos, como querer hacerlo». Y si lo queremos volver a hacer, ya es hora de pensar en el cómo y el cuándo.
Lo digo porque estos días, y a propósito de una entrevista al vicepresident Oriol Junqueras, se ha vuelto a refugiar en los ‘cuántos’ lo queremos volver a hacer para no tener que hablar del cómo y del cuándo. Cansa mucho tener que repetirlo, pero es una obviedad que para saber cuántos queremos o no la independencia hay que preguntarlo democrática y libremente. Y aparte del 9-N y el 1-O ganados por el soberanismo por goleada, en condiciones internacionalmente homologables aún no se ha preguntado nunca. Que no nos engañen: ni las opiniones dadas en una encuesta ni los resultados de elecciones en que hay que elegir Parlamentos y gobiernos no sirven para contarnos.
En todo caso, para contar cuántos queremos la independencia -me vuelvo a repetir- es fundamental saber las condiciones en que se pregunta. Votar bajo amenaza y con miedo, no vale. Votar sometidos al boicot de una de las partes, tampoco. Votar sin el compromiso de un resultado vinculante, aún menos. El problema, pues, no es si hay un cincuenta por ciento que no quiere la independencia, sino que si lo hubiera tampoco se ha querido contar. Y nadie puede aventurar qué pasaría en un marco de libertad verdaderamente democrática. Quizás habría más apoyo a la independencia. Pero también con una buena campaña en contra, al estilo de la británica ‘Better together’ en Escocia, el independentismo pragmático podría tragarse las promesas -los lirios siempre los han llevado los pragmáticos- y pensar que con menos riesgos y costes se podrían obtener suficientes ventajas como para renunciar a ella. No lo sabemos.
Para volver a hacerlo, pues, sobre todo hay que abandonar la idea de que la partida acabó en tablas. Y ahora me abstengo de estirar la bromita fácil de si es en «mesas de diálogo» (1). Primero, porque la partida del 1-O no terminó en tablas sino en un gravísimo clima de represión que todavía dura. El Estado tiró el tablero antes de terminar la partida. Segundo, porque sin un resultado final hay que jugar otra partida para resolver el desafío. Y tercero, porque si se alimenta la sensación de impotencia, tan contraria a la que desde 2006 había hecho crecer el soberanismo, se mantendrá el principal lastre que lo debilita: no confiar en el éxito. ¿Hay que volver a recordar que sólo un escaso 26 por ciento de los votantes de Junts y un ridículo 13 por ciento de los que votan ERC dicen en las encuestas que creen que «lo lograremos»?
Una vez abandonado el relato falaz de un empate que ignora las condiciones desiguales e injustas que ha impuesto un árbitro comprado, como si tener un Estado a favor o en contra no contara, entonces hay que enfrentarse a la unilateralidad del adversario. Y eso necesita, por encima de todo, la calle. También una mayoría parlamentaria, sí, pero recordemos que el independentismo creció incluso teniéndola en contra. Es desde la calle como se logró tumbar resistencias que parecían invencibles. Ahora, transitoriamente, no hay calle. No está, literalmente, porque no se puede salir por la pandemia. Y tampoco está, figuradamente, por las dificultades de socializar las expectativas y el coraje necesarios para las grandes confrontaciones que harán falta.
Lo volveremos a hacer, pues, si primero se abandona el espíritu de derrota, y luego cuando desde la calle se vuelva a forzar un marco de libertad y de radicalidad democrática que rompa el actual unilateralidad represora y violenta del Estado. Sólo entonces, legítimamente, podremos terminar la partida.
(1) Juego de palabras en catalán entre «taules», «tablas», en ajedrez y «taules de diàleg», «mesas de diálogo» entre el Govern de la Generalitat de Catalunya y el Gobierno del Estado español.
ARA