¿Por qué nos dejamos engañar tan fácilmente?

La evolución nos ha dotado de cerebros bien preparados para sobrevivir y reproducirnos, pero también sabemos que se trata de órganos que muestran una clara tendencia a dejarse engañar con facilidad, especialmente de forma colectiva. Heródoto decía que “es más fácil engañar a muchos hombres que a uno solo”.

Por un lado, los primatólogos y etólogos han mostrado la continuidad emotiva y de comportamiento que existe entre el mundo de los humanos y el de los otros animales –nuestra genética es mucho más antigua que nuestros lenguajes–, mientras que las neurociencias constatan cómo el cerebro de una misma persona es capaz de razonar en un mismo día de forma compleja y crítica para resolver problemas profesionales y al mismo tiempo mostrarse perezoso y crédulo en relación a ideas religiosas, políticas o morales heredadas.

Por otra parte, algunos filósofos han insistido en la peligrosa fascinación de algunas ideas abstractas que los humanos hemos inventado para dar sentido a la complejidad del mundo (dioses de todos los colores, almas inmortales, paraísos políticos de justicia, etc.). Las nociones abstractas nos encandilan y los errores cognitivos son comunes a todas las culturas. Autores como Montaigne o Tocqueville se dan cuenta de que, en los asuntos humanos, una idea verdadera pero compleja es difícil que pueda competir con una idea falsa pero sencilla. Con ironía británica, Bertrand Russell lo resumía así: “Se dice que el hombre es un animal racional; me he pasado toda la vida buscando pruebas”.

Todo esto no deja de ser paradójico en una especie que se quiere distinguir de las otras especies animales autollamándose ‘sapiens’. Pensemos, por ejemplo, en el indiscutible éxito de las abstracciones políticas o religiosas.

En el ámbito político se apela a conceptos muy abstractos con vocación legitimadora (justicia, libertad, igualdad, nación, socialismo, democracia, federalismo, etc.), introducidas en el relato como “palabras mágicas”. Es decir, como conceptos cuya mera mención justifica de por sí la corrección de un proyecto colectivo. Cuando los hechos empíricos niegan o relativizan las pretendidas bondades prácticas de estos conceptos, la tendencia es a menudo negar los hechos o atribuirlos a malas aplicaciones de unas ideas intrínsecamente correctas.

Por su parte, la mayoría de religiones pretende dar respuesta a cuestiones complejas, como el origen del mundo, el sentido de la vida, los asuntos morales o la legitimación de los órdenes políticos, a partir de conceptos muy simples. Los argumentos críticos de carácter lógico o empírico quedan marginados. La credulidad religiosa resulta “económica”, eso sí, en el sentido de que requiere poco esfuerzo para entender el discurso, frente a las ideas científicas o filosóficas, que requieren mayor esfuerzo crítico. La fortaleza de las ideas religiosas va de la mano con una notoria pobreza intelectual. Jared Diamond nos recuerda algo de sentido común: lo que una religión dice sobre el mundo resulta extraño, surrealista o simplemente ridículo para los creyentes en otras religiones y para los agnósticos o ateos. A menudo les parecen ideas producidas bajo los efectos de una droga que incentiva la ignorancia. Creo que no es necesario poner ejemplos.

Muchos investigadores y pensadores han dedicado esfuerzos a intentar corregir esta tendencia de los humanos a moverse en medio de las sombras de una irracionalidad crédula y perezosa. En el ámbito de la naturaleza, las ciencias son la mejor herramienta intelectual que tenemos para obtener las mejores respuestas sobre el mundo aunque sean respuestas provisionales. De hecho, entendemos mejor el mundo natural que el mundo de los humanos. En relación con este último es recomendable tener presente a aquellos autores que muestran una actitud escéptica sobre las ideas y el comportamiento de los humanos (por ejemplo, Montaigne, Stuart Mill o Berlin). Ayudan a pensar mejor. La filosofía, en contra de lo que a veces se dice, es de las cosas más útiles que uno puede tener presente si quiere vivir menos engañado. ¿Por qué? Pues porque sabemos que en muchas ocasiones las cuestiones prácticas humanas no tienen soluciones armónicas. Nuestros valores a menudo resultan contradictorios en el ámbito práctico. Muchas veces la lucha no está entre el bien y el mal, sino entre el bien y el bien. Y es necesario optar o priorizar.

En resumen, vivimos con cerebros formados por un aluvión evolutivo de más de tres mil quinientos millones de años, mientras nuestro pequeño planeta da vueltas en torno a una estrella vulgar en una galaxia como cientos de millones de otras. Se trata de cerebros que acostumbramos a arrastrar una pereza epistemológica que queda fácilmente hechizada por los espejismos abstractos de nuestros lenguajes. ¿Soluciones? Las ciencias nos aportan conocimientos contrastados, mientras que la filosofía puede aportarnos sabiduría, algo más fluido y permanente. Ninguna de las dos nos hará necesariamente más felices, pero ambas pueden hacernos más precavidamente críticos respecto a las ideas heredadas.

ARA