«Tsunami Democrático ha sido, por ahora, el último intento serio de poner algún activo en la balanza de la parte catalana, pero, por el contrario, se diluyó, de repente, sin que se sepa por qué».
El 14 de octubre de 2019, miles de personas ocuparon, durante nueve horas, el aeropuerto de El Prat respondiendo a la llamada de Tsunami Democrático. En ese momento, la policía -Mossos y cuerpos estatales- estaba desbordada por la simultaneidad de varias movilizaciones a lo largo del territorio, con epicentro en la plaza Urquinaona, pero también con extensiones en varios barrios de Barcelona y varias ciudades de Catalunya. Los medios de Madrid minimizaban los efectos de la ocupación del aeropuerto -“sólo se han suspendido un 15 por ciento de los vuelos”, insistían-, que es la reacción típica cuando la inquietud llega hasta las altas esferas del Estado. Había incertidumbre en Madrid; alguien debería haberlo gestionado desde Barcelona.
Pero no. Aquel Tsunami se desmontó, misteriosamente, a cambio de cero y, de hecho, la mesa de diálogo ha llegado cuando la parte catalana ya no tiene nada que ofrecer al gobierno de Madrid. Sentados en la mesa que se quiera, el Estado significa la fuerza y la parte catalana, el miedo. No puede haber negociación porque la mesa está coja, una de las partes no tiene ningún activo político que poner en valor.
Al cabo del tiempo, como suele ocurrir, ha sido Clara Ponsatí quien ha denunciado esta evidencia incómoda. La consejera/eurodiputada en el exilio tiene la virtud de poner el dedo en la llaga cada vez que es necesario, siempre desde el punto de vista de los cientos de miles de personas que se movilizaron. Tsunami Democrático ha sido, por ahora, el último intento serio de poner algún activo en la balanza de la parte catalana, pero, por el contrario, se diluyó, de repente, sin que se sepa por qué. Miles de personas que se la jugaron todavía esperan una explicación.
EL MÓN