Viendo las partes más interesantes o conflictivas del juicio a los políticos catalanes, es fácil personalizar las actuaciones: la de los fiscales y la abogada del estado, pero también las de los acusados. Unos pueden parecer desinformados, erráticos, incluso torpes; los otros hábiles, valientes y a ratos brillantes. Luego está la actuación del presidente de la sala, el juez Marchena, respetuoso y razonable en un proceso que no tiene nada de respetuoso ni de razonable y que no se tenía que haber producido nunca. Dejando de lado, por falta de mérito, la acusación de violencia o de ánimo a la violencia, que los fiscales se empeñan en probar; dejando de lado, pues, la justificación aparente del proceso, hay que resaltar que las actuaciones respectivas no tienen nada que ver con la determinación de unos hechos, y sí con visiones que trascienden tanto el juicio como lo se juzga. Son consecuencia del papel que a cada uno le ha tocado en la comedia. Un papel difícil, especialmente el de los fiscales, en tanto que las acusaciones no tienen ninguna sustancia y probarlas conlleva aplicar una lógica desesperada para meter el clavo por la cabeza. Pero también los acusados hacen el papel que les corresponde con un equilibrio complejo de sumisión y coraje político. Dejando de lado la inferioridad en que los pone tener que hablar en la lengua del acusador con un acento que los delata (pues en España el acento catalán es sospechoso), con inseguridad léxica en algunas encrucijadas expositivas, expresiones un poco acartonadas y un exceso de pedagogía (la tendencia de Romeva a las tríadas adjetivales, la redundancia didáctica de Junqueras); al margen, pues, de estos efectos de la denegación del derecho de expresarse en la lengua propia, muchos, incluso con el lenguaje corporal, desarrollan un exceso de deferencia para con el tribunal. Una deferencia que rebasa la corrección, la solemnidad del lugar y la gravedad del momento y que se explica por su vulnerabilidad en una causa que saben prejuzgada.
El juicio es un ritual. Y los rituales forman parte de la existencia de una institución, en este caso el Tribunal Supremo, pero en última instancia el Estado español, que orquesta la ceremonia. Bien claro que lo ha dejado esta semana el jefe del Estado, asumiendo las funciones de fiscal y respondiendo a los acusados que la institución, esto es, la monarquía -mal disimulada detrás ‘el estado de derecho’- prevalece por encima de la democracia. Y a su manera, Felipe VI tiene razón, pues en España la monarquía, con subidas y bajadas, es una institución secular, mientras que la democracia es accidental, provisional, poco arraigada, cosa de hace cuatro días. Esto mismo respondió el padre del actual monarca a Adolfo Suárez cuando el presidente del gobierno se resistía a dimitir con el insólito argumento de que tenía la legitimidad de las urnas. ‘Aquí uno de los dos sobra, y no soy yo’, parece que le dijo Juan Carlos I. Que era como decir que sobraban las urnas. La postergación de la democracia en un poder instalado con las bayonetas es, al parecer, un comportamiento que al rey actual le viene de familia.
Las instituciones tienen vida propia y los rituales unos protocolos que se imponen a los actores y determinan el desenlace. Los jueces, los fiscales y los políticos que los nombran; las élites del Estado, en definitiva, son sus mantenedores. Pero también quienes los acatan. Me refiero, claro, a los presos que se presentaron ante el juez sabiendo lo que les esperaba. Yo ahora no quiero entrar en el debate de si entregarse fue la mejor decisión política. No discuto la estrategia. Digo simplemente que, concediendo al Estado la legitimidad para juzgarlos, aceptaron un papel en un drama en el que los papeles están determinados no sólo por el código penal, sino también por las tradiciones del Estado. Es de esta predeterminación de las relaciones entre los participantes de lo que hablamos cuando hablamos de ritual. La acusación sería la misma aunque los fiscales fueran otros. Y las estrategias de la defensa tampoco variarían mucho con otros abogados. Si el drama sigue adelante a pesar del escándalo de numerosos letrados es que los funcionarios ‘hacen Estado’. Lo hacen irreflexivamente, sin entregarse a dudas sobre la justicia de esta ‘justicia’ ni hacerse preguntas que trasciendan el ámbito de la función, tales como qué lugar les corresponderá en la historia. Se saben investidos de una autoridad que se apoya en el poder -de ahí su aplomo-, a pesar del espectro, hoy por hoy remoto, del TEDH.
En este talante, no hay que ver disposiciones personales. Los papeles de jueces y fiscales son el resultado de una larga cadena de decisiones tomadas por muchos otros actores, a menudo anónimos, sin conciencia del desenlace una vez recorrida toda la cadena de efectos. Uno de los efectos de decisiones como el 155 ya está a la vista con la reaparición del franquismo en el corazón del Estado, consagrado con el título de acusación popular, en el que la palabra ‘popular’ dignifica un populismo de masas, instrumentalizado de nuevo para reificar el Estado y detener el curso de la historia.
Los totalitarismos del siglo XX esgrimían un pretexto científico. Era la selección natural que condenaba a las razas inferiores. Eran las leyes de la historia las que dictaban el veredicto contra los enemigos de clase. La sentencia, inapelable, se infería de una teoría validada por el triunfo del verdugo. La falsa objetividad de aquellas teorías era el disfraz de un poder que se dotaba así del absolutismo de las realidades incuestionables. Hoy la superstición no es cientista ni historicista, sino jurídica. La Ley, con mayúsculas, hipostasiada y abstraída de la relatividad de la política y de las luchas sociales, no es más que una metáfora del poder. Equipararla axiomáticamente con la justicia no tiene más fin que desalentar a quienes pretenden cuestionar la legitimidad de unas leyes concretas. Nadie, suele decirse de manera escasamente empírica, está por encima de la ley. Pero de esta afirmación utópica no se desprende que la ley esté por encima de la sociedad, y ya no hace falta decir por encima de la humanidad. Sin embargo, para el Estado idólatra, la Ley no responde a la voluntad de la ciudadanía, sino que ésta es llamada a responder ante la ley. Así es como el poder, arrebatándola de las manos del pueblo, aspira a eternizarse fuera de la historia, como un hecho trascendente.
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