Durante la crisis de octubre de 2017, con Europa asombrada por la represión de los votantes catalanes, Manuel Valls puso precio a la indignación. Para que la violencia del Estado sacudiera la conciencia de Europa necesitaban muertos sobre la mesa. Pues bien, ahora hay muertos con creces. Muchos son atribuibles a la negligencia y, ahora ya puede decirse sin margen de error, a la mala voluntad del gobierno español. Los hechos son los que son y de una gravedad extrema. Y Europa ha manifestado la indignación que no mostró cuando el escándalo era por los derechos democráticos. Finalmente la arrogancia española se ha convertido en un problema europeo cuando Sánchez pretendía someterla al mismo chantaje que, con la excusa de la solidaridad, España impone a Cataluña ‘manu militari’. A Sánchez la paliza le ha sacado los colores y entonces, pero sólo entonces, ha declarado el confinamiento que Torra hacía semanas que pedía. El precio ha sido de cinco mil seiscientos muertos. Valls debe sentirse vindicado.
Hasta la semana pasada, los ministros de Sánchez aún amenazaban al president catalán porque reclamaba lo que Sánchez ha acabado adoptando cuando la sanidad estaba a punto del colapso y los escándalos de su ministro del ramo habían puesto al descubierto la tramoya de irregularidades y desatinos que siempre ha sido el gobierno español. Reconocer los errores confiere un cierto aire de nobleza, pero de ningún organismo estatal ni de sus adláteres provinciales hay que esperar su vindicación de Torra, el único presidente autonómico que ha tenido el coraje de rechazar un estado de excepción con ‘mando único’ y ‘autoridad competente’, que si no era un golpe de estado oculto, fácilmente podía llegar a serlo. Al contrario, para disimular su sensatez, incompatible con la imagen cultivada por los medios unionistas, el ensañamiento subirá de tono y los ataques al president se convertirán en más cínicos, si esto es posible. Se esgrimirá el número de muertos catalanes como prueba de incompetencia compartida y se atribuirá a la Generalitat una responsabilidad de gestión liquidada por el estado de alarma. Y contra la evidencia de las disposiciones anunciadas antes de que las bloqueara el gobierno central, se negará que aquellas medidas habrían ralentizado la infección, alargando la curva como lo han hecho cuando las han aplicadas otros países europeos.
Si algo ha demostrado esta crisis es la necesidad de descentralizar las decisiones para agilizarlas y adecuarlas a los territorios. En Alemania, donde la epidemia se extiende rápidamente pero la mortalidad es comparativamente baja, la canciller reconoció que el éxito en la adopción de medidas de control confirmaba la eficacia del sistema federal. Y en Estados Unidos, que ahora mismo ya son el principal foco de la epidemia, en buena medida por la irresponsabilidad de la Casa Blanca, se va comprobando la virtud de repartir el poder político entre los estados. Estos no sólo están capacitados para tomar medidas rigurosas, sino incluso para cerrar las fronteras con los otros estados de la Unión. Pueden pues autoconfinarse. Pero no sólo hay descentralización de los organismos legislativos. Dentro de cada estado, las jurisdicciones locales, los condados, establecen medidas de contención propias, como el grado y extensión del confinamiento. España, en un momento definidor, como lo son todas las situaciones límite, demuestra ser un país políticamente regresivo, lo que no sorprende a quien haya seguido su evolución en estas últimas décadas.
El desastre, evitable en su magnitud, tiene unas raíces políticas innegables. Pero saldrán las voces de siempre para negarlo, tratando de barrer los muertos bajo la alfombra. O, dándose cuenta de que esto es imposible, intentarán socializar el escándalo afirmando que nadie lo habría hecho mejor. La falsa equidistancia denunciará la politización de la crisis y acusará al independentismo de querer sacar réditos de la epidemia, a fin de neutralizar la crítica necesaria de una pésima gestión. La prioridad será que la gente no saque las consecuencias políticas de una crisis que, si al principio no era política, se ha convertido por el inmoderado oportunismo del presidente español.
Como es habitual, en España hay un problema de imagen. Más que al virus, el Estado temía la gestión eficaz de la epidemia por un gobierno independentista al que hace tiempo intenta derribar. En Madrid metía miedo que Cataluña presentara un saldo de infecciones mucho más bajo que el suyo. De ahí aquella frase tan aclaratoria de que el virus no entiende de territorios, de la que se desprende que Sánchez sí entiende. Y como resulta que entiende, los pasa todos por el aro de la catástrofe. De aquella sabiduría, pues, vienen estos muertos. Pero de ahí a la vez el militarismo patriotero de una izquierda que corroe las instituciones catalanas por dentro y que también tendrá que hacer recuento de los muertos. Y de ahí finalmente el requerimiento de la ultraderecha a Sánchez para que aproveche el estado de excepción para destituir a Torra y desmantelar la autonomía. En la embriaguez de la excepcionalidad, incluso se ha clamado por encarcelar al president catalán para intentar salvar vidas, de acuerdo con el patrón empleado antes para juzgar al mayor Trapero, culpable de detener los atentados del 17 de agosto de 2017 ante la inoperancia, quizá deliberada, de la policía española.
Quien en medio de este escenario macabro tenga la desfachatez de decir que alguien lo habría hecho mejor que el presidente español pondrá puertas al campo, es decir, intentará circunscribir el debate dentro de las fronteras del Estado, donde toda verdad puede ser impugnada y toda mentira validada. Pero dado que el virus no entiende en territorios y en vista de los resultados, se debe concluir que, si otros gobiernos lo han hecho mejor y algunos mucho mejor, un gobierno catalán independiente o con competencias auténticas lo habría hecho aproximadamente igual que los otros, incluso mejor.
La pregunta luctuosa pero necesaria es si ahorrar un puñado de muertos en octubre de 2017 no ha llevado al despilfarro de ahora. Dicho de otro modo: si los muertos que Valls ponía como criterio de la reacción europea habrían podido vacunar a Cataluña ya que no contra el Covid-19, evidentemente, al menos contra la respuesta clásica de Madrid ante cualquier emergencia. La Europa que para los pies a Sánchez, ¿no se los habría parado a Rajoy si España hubiera atacado los fundamentos morales del orden continental posfascista? Del rechazo europeo a un baño de sangre en Cataluña se habría desprendido, si no la independencia, tal vez un estatus transitorio de autonomía bajo observación internacional.
Si Puigdemont hizo bien o mal en detener la independencia en la barrera de los muertos es una cuestión que depende de los valores de cada uno. No existe calculadora alguna para contabilizar el activo y el pasivo éticos de una decisión que implicaba el sacrificio de un número indeterminado de personas. Posteriormente, él mismo dijo que se había equivocado no manteniendo el pulso con el Estado. No creo que nadie se lo pueda reprochar. No quiero decir que el riesgo no valía la pena; quiero decir que, como todas las decisiones históricas, había que tomarla asumiendo su coste moral, tanto de la victoria como de un fracaso cruel y amargo.
Pero es indudable, a pesar de que entonces fuera imprevisible, que el coste de la inacción ha acabado siendo igualmente intolerable pero mucho más estéril, porque ahora el escándalo político se disfrazará de negligencia, una de tantas en un país donde son habituales. De puertas afuera, se mimetizará con la calamidad mundial, ya que el virus no entiende en territorios. Y dentro, la pasión anticatalana salvará a Sánchez, quien no dudará en extremar los ataques contra Torra ni, si es necesario, en presentar su cabeza a las masas enardecidas para disimular la ruina moral que él encarna.
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