¡Se abrieron las puertas del Jordán y se soltaron las cataratas del firmamento! El primer ministro húngaro, Ferenc Gyursány, ha descubierto que mintió a sus conciudadanos en materia de política económica. La reacción ha sido virulenta en una nación que conserva todavía la imagen de la tradición de la revuelta política. Se afirma que ésta es resultado de la indignación del ciudadano frente a la falta de ética del dirigente. A decir verdad, el error del político húngaro no ha sido la mentira, ni tan siquiera que haya tenido la torpeza de no ocultarla. Su fallo radica, más bien, en no haber sabido dar forma de verdad a la mentira. Lo cierto es que el ciudadano medio espera que sus políticos mientan; que mientan cuando afirman que son demócratas y que sus decisiones son las más adecuadas para lo que necesita la comunidad que los ha elegido.
Se entiende que en la Europa occidental, en donde se han alcanzado los niveles de bienestar más altos, se acepte el estado de cosas existente. Aunque la globalización y neoliberalismo, con sus consiguientes secuelas de deslocalización, desmontaje parcial del Estado de bienestar y precarización del trabajo, provocan desasosiego y temor por el futuro. En todo caso seguimos percibiendo comparativamente nuestra situación como envidiable y, si no que se lo pregunten a los pasajeros de los cayucos. Es cierto que existe una frustración muy extendida en la mayoría de los sectores sociales, porque los planteamientos socio-económicos vigentes favorecen la polarización, el enriquecimiento intensivo de quienes tienen oportunidad de tocar dinero, en tanto los más trabajadores y, con frecuencia, mejor cualificados, se ven obligados a intensificar su trabajo, con el fin de mantener el nivel de consumo y bienestar. Con todo, sin embargo, la colectividad teme que Europa Occidental llegue a una situación de inestabilidad que arriesgue el status actualmente vigente. Solamente puede evitarse aceptando las imposiciones de los sectores dirigentes europeos, quienes gestionan sociedades y Estados a través de los políticos.
Ésta es la razón que lleva a los políticos a mentir y a los ciudadanos a aceptar las mentiras, a pesar de que, paradójicamente, no haya lugar al engaño en ninguno de los dos casos. Es cierto, puede llegar a acusarse a los políticos de mentir, pero de una manera genérica y el «todos los políticos son iguales» refleja mejor la frustración de quien no ha obtenido lo que esperaba del mentiroso, que convicción de que el político no deba serlo. El ciudadano, cuando vota, no lo hace impulsado por la convicción en las promesas electorales, sino por el cálculo de qué opción política pueda convenir mejor a sus intereses. Es consciente de que el electo no defenderá los intereses de la colectividad, sino los impuestos por los grupos de presión y poderes fácticos sociales, quienes, en esta denominada sociedad democrática y de libre iniciativa económica, se encuentran en situación y disposición de conseguir que las sociedades den por bueno que los intereses de las oligarquías coinciden con los de la colectividad. No es que el ciudadano se encuentre satisfecho con este estado de cosas, pero, como mucho, aspira a ascender en la escala social y formar parte de la élite. Caso de conseguir tal objetivo se declarará satisfecho; de no conseguirlo, resignado.
Si ahora nos fijamos en el intelectual -artista, escritor o filósofo; en tiempos de Ortega y Gasset eran profesores de Metafísica, hoy son de Ética- este individuo se indignará ante la mentira confesada del político. Oyendo sus diatribas, se puede sacar la impresión de que la nómina del profesor universitario no sale de las arcas de la administración y de que no es, en definitiva, aprobada por el político. Tampoco tiene en cuenta el intelectual -al igual que el escritor y el artista- que sus conferencias, exposiciones y obras literarias y de arte, se financian casi siempre con dinero de la administración y son adquiridas y apoyadas por las élites. No afirmaré que suplanten a los antiguos bufones de Corte. En realidad su papel busca dar la imagen de que el sistema se basa en principios de altura, basados en la sociedad libre y democrática y equilibrada; rasgos del sistema de los que la misma sociedad ha hecho el encargo a los intelectuales, para que los guarden incólumes en beneficio de la colectividad. Por esto, en ocasiones muchos intelectuales parecen fatuos y ridículos cuando asumen el papel de guardianes de unas esencias que no existen, sino como declaración de principios y de intenciones.
Volviendo a nuestro tema, la falacia de una Europa democrática, dirigida por políticos con la mirada puesta en los intereses colectivos, se ha puesto de manifiesto a la hora de dar el paso definitivo a lo que tenía que haber sido una Constitución europea democrática, que superará las limitaciones tradicionales de unos Estados autoritarios e impositivos. Por el contrario, es obvio que los dirigentes de Europa buscan, únicamente, proteger los intereses de los fuertes. El establecimiento de una Constitución Europea ha resultado un fracaso ante el rechazo y escaso entusiasmo con que ha sido acogida por los europeos. En esta ocasión las mentiras de los políticos no han sido atendidas, porque Europa occidental puede pasar sin una denominada Constitución que no aporta nada nuevo a lo ya existente. Son los Estados europeos más fuertes quienes dirigen una máquina que funciona y es superfluo dar forma legal a algo ya existente y que no abre perspectivas a mejoras futuras. El panorama es diferente en la Europa oriental que lleva dos décadas intentado acomodar su economía a las exigencias de sus congéneres de Occidente. Las recetas han pasado aquí -como es el caso de Hungría- por el desmantelamiento de un Estado protector del individuo y sociedad, así como en el retroceso del nivel de vida, factores que no han bastado para el propósito de la integración. En estas circunstancias, la necesidad de acomodar las estructuras económicas a las de la Unión Europea no ofrece otro camino que las restricciones. Que suceda esto en una Nación que se destacó como la primera, y más esforzada, por seguir las indicaciones de sus mentores de Occidente es frustrante y abre un horizonte de inseguridad para el futuro de las antiguas Repúblicas del bloque soviético y quizás para toda la U.E. ¿Qué va a pasar con esta orgullosa Europa? ¿Entenderán finalmente sus dirigentes que puede existir otro camino para ella misma?