1. Leer la realidad.
Decía Joan Fuster que “un fracaso no se improvisa”, y es cierto que suelen tener una historia trabajada. Como es lógico y natural, los que más han contribuido a ello son los que más se resisten a reconocerlo. Esta idea es especialmente pertinente en la política, que se mueve siempre por definición en una perversa dialéctica entre el deseo y la realidad que es la fuente de toda gran confusión. Estos días en Francia se recuerda a Pierre Mendès France en el cuarenta aniversario de su muerte, una de las figuras más respetadas de la política francesa a pesar de que sólo gobernó siete meses y diez días en 1954. Una vez Anne Sinclair le preguntó por ese fracaso –se supone que el político se realiza gobernando–. Contestó que le habían perdido dos cosas: “Tener razón demasiado pronto” y “no ser como los demás”. Una argumentación atrevida, sobre todo teniendo en cuenta que se ofreció en Mayo del 68 para asumir el poder cuando el general de Gaulle entró en desconcierto, y todo acabó, un mes más tarde, con una victoria abrumadora del general-presidente, aunque, valga decirlo, fue el principio de su fin, que llegó un año después. En cualquier caso, el éxito político tiene mucho que ver con la capacidad de leer la realidad. Un ejercicio contraindicado con las dos principales pulsiones de la política: la voluntad de poder y la creación de un proyecto ideológico que opere como marco mental y que a menudo acaba impidiendo ver la realidad de cada día. Y así es como se construyen los fracasos.
La distinta percepción de la realidad que separa al dirigente político del ciudadano acaba siendo determinante. Y en estos procesos son fundamentales dos cosas: la autoridad –que no el autoritarismo– del que manda y la capacidad de empatía con la experiencia ciudadana. Los flujos de complicidad mutan en función de cómo cambian las cosas en la calle, y en este sentido la diferencia entre el buen y el mal gobernante es la capacidad de captar lo que alterará a la ciudadanía. El fracaso llega cuando parte de los votantes empiezan ya a huir y los partidos no han sido capaces de moverse, de anticipar lo que estaba cambiando. Y esto en un mundo de confusión como el actual puede ocurrir de las formas más imprevistas. Las redes sociales pueden alimentar la ceguera, como se ha comprobado en el caso de Liz Truss, que, incapaz de percibir el fondo de las cosas, se confundió, no entendió que sus propuestas iban en contra de los intereses de quienes ella creía que le habían colocado por delegación. Un fracaso rápido, pero trabajado. Y sin que la culpa sea imputable sólo a la primera ministra sino sobre todo a la lamentable historia del Brexit.
2. Desglobalización.
Acostumbrados al juego en blanco y negro de la Guerra Fría, se hace más difícil navegar en un mundo en el que crecen las incertidumbres y amenazan a los nihilistas –aquellos que han optado por negar la noción de límites tanto en lo político como en lo económico–. Después de un corto período en el que se ha querido creer que se abrían puertas y ventanas, volvemos a estar en momentos de repliegue. Ahora toca hablar de desglobalización. Se está haciendo patente la dificultad de los nuevos imaginarios supraterritoriales de los que hablaba Arjun Appadurai (1). Y no hay nada con mayor potencia de intimidación que la pandemia y la guerra para conducirnos hacia un cierto repliegue.
Nada extraño, a pesar de la retórica de la sociedad global y del mundo de las redes: la experiencia de la mayoría de personas sigue siendo principalmente local, como confirman las reacciones contra la inmigración, temida embajadora de la globalización, cuando sobre todo es la expresión de las fracturas que la hacen imposible, coartada para construir muros y barreras. Aceleración y globalización, las palabras llegan –a menudo con voluntad performativa– y decaen bastante rápido. La aceleración desborda: más contacto pero más aislamiento, aunque parezca paradójico. Del cuerpo a cuerpo a la pantalla existe un paso que lleva hacia la liquidez. Y la experiencia humana, por ahora, todavía es fundamentalmente encarnada. Las inseguridades tienden al repliegue. Y tras el miedo siempre emergen las formas autoritarias. Si en la jerarquía de valores ponemos la libertad en primer lugar, la sociedad debe ser plural e intercultural, no multicultural. El origen o la cultura no pueden ser coartadas por el crimen.
(1) 15/10/2022
¿Qué ha detenido la globalización?
Pinelopi K. Goldberg
ARA
Tras décadas de una apertura sin precedentes, las relaciones económicas internacionales han entrado en una nueva era, caracterizada por la desconfianza y división. Vistos los costes que puede comportar este cambio, vale la pena repasar cómo hemos llegado hasta allí.
Cuando terminó la Guerra Fría, la globalización propició una reducción drástica de la pobreza extrema, sobre todo porque permitió a los países del este asiático –incluida China– crecer y desarrollarse con gran rapidez. El nivel de vida (valorado según la renta per cápita) también mejoró en todo el mundo.
El libre comercio y las políticas orientadas al mercado fueron fundamentales para estos avances. El comercio con países con salarios (entonces) bajos –como China, México, Corea del Sur y Vietnam– mantuvo bajo control los precios de los bienes y sueldos en las economías avanzadas, lo que benefició a los consumidores de estos países y trabajadores de las economías exportadoras.
Es probable que la interconexión económica también contribuyera considerablemente al largo período de paz que se vivió en el mundo occidental. En la época de la llamada ‘hiperglobalización’, una guerra significaba interrumpir largas cadenas de suministro, con graves consecuencias económicas. En un sistema como éste, todo el mundo tiene un incentivo para comportarse como es debido.
La transición de la interconexión a la fragmentación se ha producido en tres fases distintas, cada una de las cuales tiene sus propias causas y repercusiones para el futuro de la globalización. La primera fase se inició en 2016, con la preponderancia de la política aislacionista en dos antiguos baluartes de la globalización. Con el Brexit, el Reino Unido rechazó la integración en Europa. Y con la elección de Donald Trump como presidente, Estados Unidos adoptó una escala de valores basada en la “America first” que abrió la puerta a una guerra comercial con China.
Estos hechos fueron, ante todo, una reacción ante el aumento de la desigualdad. Aunque a finales de la década de 2010 el ciudadano medio vivía mejor que en 1980, en los países desarrollados cada vez había más trabajadores que se sentían abandonados.
Y no era sólo una sensación. Las sociedades más expuestas a la competencia con productos importados de países con salarios bajos –como consecuencia de unas pautas espaciales de industrialización ya preexistentes– vivían peor que las que estaban protegidas de las importaciones (comparen, por ejemplo, Hickory, una ciudad fabril tradicional de Carolina del Norte, con Silicon Valley, en California). Pero esto tampoco era ninguna novedad. Hace tiempo que se sabe que el comercio fomenta el bienestar general pero también genera tensiones distributivas. La política recomendada por la mayoría de economistas como respuesta a esta situación tampoco es ninguna novedad: en lugar de adoptar el proteccionismo, los países deben buscar alguna fórmula de redistribución.
Sin embargo, había pocos motivos para creer que el movimiento en sentido contrario que empezó en 2016 significaría el fin de la globalización. El mundo estaba demasiado interconectado para volver al antiguo régimen.
Pero entonces llegó la segunda fase: la pandemia de cóvid-19. Una pandemia es uno de los principales riesgos de la globalización. Cuanto más interconectados están los países, más fácil es que las enfermedades se propaguen de unos a otros. Al mismo tiempo, puede fomentar la mentalidad de que “cada país debe ir a lo suyo”, ejemplificada por las restricciones a la exportación y otras medidas de orden estrictamente interno que los gobiernos aplicaron como respuesta a la crisis.
La escasez de bienes esenciales, como los equipos de protección personal, y los cuellos de botella en los suministros dieron más munición para argumentar que no podía confiarse en las cadenas mundiales de suministro. Muchos concluyeron que las «dependencias» creadas por el comercio internacional eran una fuente de vulnerabilidad. Promover la “resiliencia” mediante cadenas de suministro más cortas y localizadas se puso a la orden del día.
En cualquier caso, en estos últimos dos años el sistema comercial mundial ha demostrado una considerable capacidad de resistencia. Tal y como indica el Fondo Monetario Internacional, el comercio mundial –cuantificado según la relación entre las importaciones de mercancías y el PIB mundial– ha crecido desde 2019. La escasez ha sido mayoritariamente de corta duración. Otros cuellos de botella de la cadena de suministro –como la escasez de leche maternizada en EE.UU. antes del verano– han tenido causas internas, no globales. En realidad, sin el comercio internacional los cuellos de botella seguramente habrían sido mucho peores.
Así pues, a pesar de una crisis de salud pública sin precedentes, la economía salió adelante, herida y a un ritmo mucho más lento que antes, pero todavía con buenas perspectivas de recuperación al cabo de un tiempo. Pero entonces Rusia invadió Ucrania y empezó la tercera fase.
Para que funcionen bien las cadenas mundiales de suministro debe haber paz, estabilidad y predictibilidad. La guerra ha erosionado la confianza entre los países, ha cambiado las expectativas sobre las alianzas geopolíticas y ha fomentado las llamadas al “reshoring” o relocalización (después de una etapa de deslocalización) o al “friend-shoring” (el establecimiento de cadenas de producción sólo con países amigos o aliados) en aras de la “seguridad económica”. Si, por ejemplo, China invade Taiwán, ¿qué hará una economía mundial que depende de los chips producidos por una única empresa, TSMC, radicada en esa isla?
Así pues, la guerra de Ucrania ha logrado lo que no pudo hacer la creciente desigualdad dentro de cada estado ni la pandemia de cóvid-19. Una cosa es depender de los amigos, aunque esto comporte dificultades para los trabajadores del mercado interno, y otra muy distinta es depender de tus enemigos. Por tanto, ya no se habla de la “destrucción mutua asegurada” de la economía que teóricamente debía derivarse de la desglobalización.
Ahora, los países quieren reforzar su resiliencia centrándose en sí mismos y adoptando políticas industriales para sectores considerados fundamentales para la seguridad nacional, como los semiconductores y la energía. Pero las probabilidades de que esta estrategia tenga éxito son más bien remotas. La historia nos enseña que, cuando la política industrial funciona, funciona en serio. Pero es difícil saber de antemano qué tendrá éxito.
Suele decirse (a veces con tono de acusación) que China se basa en la política industrial para promover el crecimiento. Pero también fue responsable de uno de los peores fracasos en materia de política industrial, el Gran Salto Adelante, que en 1962, cuando acabó, había causado 55 millones de muertos. Por lo que se refiere a las políticas que sí han tenido éxito, ha sido fundamental una aplicación prudente y gradual. Las reformas se probaron primero en el ámbito local y regional, y no se generalizaron hasta que no se demostró su potencial. Pero para “atravesar el río tanteando las piedras”, como decía Deng Xiaoping, se necesita tiempo, y ahora el tiempo no favorece a las economías occidentales.
Por si fuera poco, los semiconductores se caracterizan por su “modularidad masiva”; es decir, cada unidad producida consta de varios módulos funcionales interconectados que pueden descomponerse en módulos más especializados, cada uno de los cuales tiene sus propios estándares, y su potencial de innovación y estructura de mercado. Es dudoso que un país solo pueda reproducir estos procesos en un corto período de tiempo. Debemos recordar que los sistemas de planificación centralizada fallaron porque no podían seguir el ritmo de la creciente complejidad de los sistemas económicos modernos.
Parece que hemos pasado el Rubicón en las relaciones económicas internacionales y hemos dejado atrás la globalización. El reto será ahora encontrar nuestro rumbo mientras se van materializando las consecuencias.
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