Política emocional

En el 2004 un libro impactó en la politología en Estados Unidos: What’s the matter with Kansas (Qué pasa con Kansas) de Thomas Frank. Explicaba la paradoja de por qué un estado con tradición contestataria y con mayoría de familias trabajadoras modestas votaba sistemáticamente a la derecha, en contra de sus intereses económicos y sociales. La respuesta, rigurosamente documentada, era sencilla: el comportamiento humano es predominantemente emocional y la derecha siempre ha sabido, en Kansas y en el mundo, hurgar en los sentimientos básicos, en el miedo, en el rechazo al diferente, en la permanencia de valores supuestamente inmutables como la familia patriarcal, la creencia en nuestro Dios y el nacionalismo como frontera de comunidad. Cualquier otro factor, como la marcha de la economía o la protección social, es filtrado primero por su coherencia con estos valores.

La neurociencia política valida el carácter esencialmente emocional de las decisiones políticas y la importancia de los marcos de pensamiento que se implantan en nuestras mentes aprovechando nuestras predisposiciones. El libro del neurocientífico António Damásio El error de Descartes proporciona el fundamento a esta aseveración. La filosofía de la Ilustración, que ha dominado el pensamiento de las élites progresistas está basada en el “pienso, luego existo”. Cuando lo que realmente ocurre es “siento, luego existo”.

La izquierda siempre pensó, y lo sigue haciendo, que lo importante son las ideas para mejorar materialmente la vida de la gente, buscar la paz y la convivencia mediante el diálogo. Por tanto, fundamenta su relato en lo que hizo y lo que podría hacer, porque eso es lo racional y la razón es lo distintivo de una humanidad civilizada.

Basta recorrer a la historia pasada y reciente para comprobar que no es así. Que los grandes cambios políticos en positivo y en negativo han surgido de emociones, sea la indignación y la esperanza, o la humillación y el odio. La racionalización opera después, para justificar lo que se hace. Porque cuando se intenta reformar la sociedad es necesario pasar por una reflexión sobre el qué y el cómo.

Mientras que la derecha, comoquiera que se llame en cada tiempo y cultura, tiene por objetivo primero conservar lo que existe, o sea, su poder. Por eso se llaman conservadores. No necesita programa, sino estímulos activadores de sentimientos que paralicen cualquier acción de reforma. Y este reflejo primitivo es aún más importante cuando el contexto se caotiza, cuando las instituciones se tambalean, cuando la globalización mezcla culturas y derrumba barreras de protección, y cuando el cambio tecnológico acelerado hace el futuro imprevisible. Se pide orden antes que progreso. Mientras que la izquierda tropieza siempre con la misma piedra: creer en la bondad humana congénita.

Siento así que el estudio de la historia valida más frecuentemente la filosofía de Hobbes­ que la de Rousseau. De modo que los pueblos deciden en función de lo que sienten. Y por tanto merecen ser gobernados por el objeto de su deseo, aunque luego se arrepientan.

LA VANGUARDIA