Esta historia no va de películas, sino, mejor aún, de realidades, pues la realidad supera con mucho la ficción. El argumento narrativo trata de unos obispos que llegan a un territorio del Oeste (el Este y el Norte del país no existen en esta superproducción) y pretenden evangelizar a una comunidad famosa por sus costumbres desalmadas, la violencia desatada y todo tipo de tropelías y desmanes en sus calles (no digo que este argumento se ajuste a los hechos, sino que tal es la mala fama que se le ha colgado a la citada población). Una especie de Tombstone, en tiempos de Wyatt Earp.
Van los predicadores protagonistas y se arremangan para pacificar la turbulenta región. El primero de ellos, un tal Blázquez, llama a la congregación y reclama a los pistoleros que entreguen sus armas y pidan perdón. «Ha llegado el momento de que los vascos pidan perdón por las acciones horrendas con las que algunos pecadores descarriados han ensuciado el buen nombre del pueblo vascongado». El segundo, un tal Uriarte, más cercano a las gentes del lugar, conocedor de los sufrimientos y penalidades de la conquista de este Oeste, se limita a pedir a los principales responsables de la paz «signos positivos de distensión, acercamiento mutuo y diálogo auténtico a la sociedad, que necesita más que nunca mantener la esperanza ante momentos sombríos».
Con toda la sangre que ha corrido por estos lugares y cañadas, la tentación inmediata sería replicar al primer obispo que, puestos a pedir perdón, no estaría de más que la iglesia se arrodillara ante los vascos por las bulas y excomuniones que sirvieron en su época a los asesinos españoles (Fernando el católico, el falsario, por ejemplo) para promover la invasión del territorio en cuestión. Si la excomunión papal, a título personal, nos pasa por el arco del triunfo, la conquista que justificó y facilitó no.
También se echa en falta una cura de humildad y penitencia a cuenta de la Cruzada del 36 (recordemos la foto del grupo de seminaristas que empuñan sus fusiles en pleno fervor del 18 de julio), tan bendecida y santificada en los púlpitos, o los paseos bajo palio del principal cabecilla de los canallas españoles. La Inquisición, las hogueras, la persecución de la brujería o la herejía, el descubrimiento de las Américas que permitió una sangrienta «evangelización» de millones y millones de personas de otras creencias, Galileo, la perversión y represión de nuestra propia sexualidad… ¿Por qué no pide Blázquez perdón por los muertos aún por venir que causará el sida por la prohibición eclesial del uso del preservativo?
Seamos prácticos. No estamos ante un dilema moral, aunque así nos presenten el discurso argumental de la película. El cuento del perdón no tiene más fin ni intención que señalar, desde la elevada autoridad moral de la religión, quiénes son los malos de esta historia. Así, los de la otra parte son los buenos, como si nunca hubieran roto un plato en su vida. Unos, los de un lado, criminales; los contrarios, inocentes; víctimas, las buenas gentes que sufren los atropellos de quienes se han situado fuera de la ley. Es un relato un poco simplón, pero así nos gustan las ficciones.
Pero, llegados a este punto, cuando la reflexión daba cauce racional al primer impulso de indignación, se me ocurrió que no. Que la patraña iba más lejos. Que el argumento de este capítulo de la Conquista del Oeste no sigue los hilos narrativos de un western de acción como «Sin perdón». Que nos han birlado y escamoteado el guión. El reparto de papeles de los predicadores encaja más bien en la trama de los interrogatorios policiales, y la estructura narrativa del thriller de serie negra explica mejor el juego de confusión: good cop; bad cop. Doble discurso: que los creyentes de un bando se identifiquen con un obispo perdonavidas, prepotente y matón, le jaleen y se exciten con sus baladronadas…; y que los de la comunidad a pacificar, agraviados, apabullados, encuentren cobijo y sosiego en los sermones del otro religioso, comprensivo y camelador. Pero que todos sigan dentro de la Iglesia, dentro del mismo orden pecaminoso y penitencial que nos dice qué hemos de hacer con nuestras almas, con nuestros gustos y enredos privados, con la unidad de España, con nuestros embriones, con nuestra educación y nuestra caridad…
Con perdón, pero no es el Clint Easwood de «Sin perdón» quien se retrata en esta escena del obispo Blázquez y el Uriarte, sino la vieja pantomima del poli bueno, poli malo. Es Harry el Sucio quien entra dando patadas en la comisaría para que los asustados detenidos, delincuentes o no, se confiesen con el poli amable y bonachón.