A medida que ha crecido la tensión política se ha hecho más clara la naturaleza profunda del conflicto. Quiero decir que los porrazos del 1-O no fueron resultado de un exceso o de un descontrol, sino la expresión extrema y cruda del comportamiento del maltratador que condiciona un trato aparentemente cordial a la docilidad de la víctima. O del dueño, que puede llegar a amar al esclavo siempre que se resigne a su condición de inferioridad. Es indignante, pues, que la actual demanda de diálogo, dirigida al presidente Puigdemont, se parezca tanto a un «no les hagas enfadar, que saldrás perdiendo».
Si embargo, la intensidad de los hechos, la atención que reclaman y la rapidez con que quedan superados pueden hacer perder la perspectiva de análisis. Y, en este sentido, es necesario insistir en que la petición -y la oferta- de diálogo no puede obviar ni las condiciones en que es posible, ni el necesario reconocimiento que se deben las dos partes. No se debe confundir dialogar para resolver un conflicto con pactar las condiciones de una rendición.
¿Y qué hace tan difícil este diálogo que se pide? Pues bien sencillo: que cada parte habla de cosas distintas. Así, la parte catalana habla de derechos y dignidad. De derecho a la autodeterminación y de dignidad como sujeto político soberano. El clásico «somos una nación». Al otro lado, el Estado -con todos sus aparatos perfectamente alineados- habla de ley y orden, y en definitiva, de poder. De conservación de todo su poder.
Efectivamente, el Estado español defiende una estructura de poder no sólo centralizada, sino vinculada a una élite relativamente pequeña de familias, con un sólido entramado que articula de manera estrecha intereses económicos con control de la administración pública y del territorio, y con la complicidad de la justicia, las fuerzas de seguridad – cloacas incluidas- y los medios de comunicación. De ahí las eternas dificultades de modernización económica y la debilidad democrática. No es extraño, pues, que se repitan los mismos nombres en las diversas instituciones, donde trabajan toda una plaga de familiares, y al margen de la alternancia de partidos en el gobierno.
La parte catalana no es que no aspire a tener poder. Pero siendo que el modelo autonómico no ha satisfecho mínimamente las necesidades de autogobierno, ni en el plano material ni en el simbólico, ahora reclama el derecho a la autodeterminación. De las migas al pan entero, que decía Ovidi (Montllor). El insostenible déficit fiscal, el agravio de una escasa inversión en infraestructuras o la permanente tentación de imponer una cultura unitarista, y visto el fracaso de una reforma no ya de la Constitución sino del mismo Estatuto, han conducido a una vieja aspiración radical: el Estado propio.
Son dos planes que no se reconocen entre ellos. Es por esta razón por la que cualquier petición de diálogo o de mediación debería empezar por hacer encontrar los dos planos. Por un lado, sería necesario que el Estado español atendiera las razones de los derechos y la dignidad, que es tanto como reconocer que Cataluña es una nación. Por otro, el gobierno de Cataluña y su Parlamento deberían actuar como poder, al menos, en potencia. Un poder que, por ahora, no emana de un control efectivo de los instrumentos que habitualmente lo proporcionan, sino de las movilizaciones populares.
El Estado, sabiendo donde radica la fuerza de la parte catalana, pone toda su energía en dividir nuestra sociedad. Ahora ensuciando a los líderes, ahora atemorizando y pegando al ciudadano, ahora ahogando económicamente el país, ahora mintiendo sobre nuestra policía, los medios públicos, la escuela o las organizaciones civiles. La parte catalana obtiene su fuerza de la promesa de un país mejor, de mantener la confianza que empuja el compromiso y la unidad de los líderes, y de la determinación a hacer efectiva de manera pacífica la declaración de independencia. Todo, menos buscar la condescendencia del maltratador.
Quizás sí, la exigencia de dignidad es una aventura. Pero lo es en contra del refugio en la indignidad.