En el campo de las ciencias sociales existen diferentes teorías que tratan de ofrecer marcos conceptuales más o menos adecuados para analizar las complejas sociedades actuales. No todas las teorías son equivalentes. Ni mucho menos. Algunas de ellas son intelectualmente bastante refinadas. Incorporan presupuestos conceptuales y conocimientos de varios campos científicos, así como enfoques críticos de la filosofía contemporánea. Pero incluso estas teorías más elaboradas son mucho menos complejas que la realidad a la que pretenden referirse. Incluso en las más sofisticadas se produce un contraste entre aquello que la teoría pretende y lo que finalmente ofrece. Todas las teorías esconden sombras en los límites de sus postulados. La teoría de la justicia socioeconómica de J. Rawls es un ejemplo de ello.
En este sentido, el premio Nobel de Economía A. Sen señala como el utilitarista J. Mill o el economista clásico D. Ricardo veían las consecuencias de las hambrunas de principios del siglo XIX como sucesos, a la vez, inesperados e inevitables frente a los que los gobiernos no podían actuar, por mucha indignación que causaran a quienes las sufrían. Sen aduce, en cambio, que la investigación sobre las hambrunas ha concluido que se trata de fenómenos fácilmente previsibles y controlables desde la acción pública. La indignación moral es a veces un buen aliado del razonamiento crítico. Los flancos débiles que ofrecen las teorías sociales incluyen tres niveles: el marco conceptual empleado en la “descripción” de los fenómenos, las técnicas metodológicas utilizadas para tratar de “explicar” lo que ocurre y, finalmente, la interpretación de los valores de la teoría que presuponen lo que “debería ocurrir” en la sociedad.
Por otra parte, sabemos que uno de los defectos de la cultura occidental, denunciado hace años por I. Berlin y H. Arendt, es lo mal que dicha tradición ha pensado el pluralismo desde los tiempos de Platón. La tendencia a formular teorías filosóficas y políticas basadas en unos pocos conceptos y valores, interpretados, además, de una manera muy simple o parcial, está en la base de no pocos fracasos y decepciones prácticas en el ámbito político.
Estas deficiencias teóricas se acentúan en aquellas sociedades dotadas de un mayor grado de diversidad nacional, lingüística o étnica. Algunos conceptos y teorías han acabado por actuar como un freno intelectual y, sobre todo, como una rémora práctica, incluso cuando su origen histórico fue “progresista”. Es el caso de ciertas concepciones sobre la “ciudadanía”, la “igualdad” o la “soberanía popular”. Se trata de concepciones que, en contextos de diversidad nacional o cultural, casan muy mal con el pluralismo interno de esas sociedades. Así, hoy sabemos que en nombre de una noción homogeneizadora de la igualdad o de la ciudadanía se han conculcado derechos y valores de las minorías, tratando de imponerles las características nacionales, lingüísticas y culturales de los grupos mayoritarios. Y todo ello sin salirnos del mundo de las democracias.
La diversidad nacional y cultural de las sociedades contemporáneas requiere a gritos hacer más complejos los valores, más refinadas las democracias y menos arrogantes los discursos. Un valor como la igualdad ofrece muchas dimensiones que, en la práctica, devienen conflictivas en contextos con distintos tipos de pluralismo. Y hay que afrontar esta situación, no negarla en nombre de determinadas visiones simples y uniformizadoras que asocian toscamente “igualdad de derechos” con centralización y homogeneidad legal. Algunos liberales desinformados del debate interior al mismo liberalismo político de los últimos veinte años, como Vargas Llosa, dicen verdaderas barbaridades cuando hablan de “liberalismo” o de “nacionalismo”. Ven la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. De hecho, todos los estados son agencias nacionalistas. Todos tratan de imponer políticas de “construcción nacional” a los ciudadanos en favor de las características culturales, sociales e históricas de las mayorías hegemónicas. No hay excepciones a esta regla.
El constitucionalismo democrático tradicional muestra aquí un marcado sesgo nacionalista a favor de las mayorías, carente de justificación en contextos de pluralismo nacional. Sin embargo, las democracias avanzadas han ofrecido tres soluciones institucionales para acomodar sociedades plurinacionales: las instituciones “consociacionales” basadas en un equilibrio igualitario entre mayorías y minorías nacionales (Suiza, Bélgica), el partenariado y el federalismo plurinacional asimétrico (Canadá) y los procesos de secesión de las minorías nacionales. En España, la experiencia muestra que las dos primeras soluciones resultan poco realistas en términos prácticos. Las premisas nacionalistas de la cultura política de PSOE, basada en un vergonzante jacobinismo afrancesado, y la del PP, que aún refleja el conservadurismo de la retrógrada España cañí predemocrática, dan muy poco de sí. Sus marcos intelectuales son anticuadamente grotescos. Ambos se sitúan en las antípodas de una acomodación liberaldemocrática moderna del pluralismo nacional del Estado. Catalunya y el País Vasco deben avanzar hacia la secesión de un Estado cuyas reglas constitucionales (y para los catalanes, también las reglas de financiación) les son hostiles, y así poder decidir de forma independiente sus interacciones en un mundo globalizado.