Pequeña historia de un régimen republicano de origen militar

Pequeña historia de un régimen republicano de origen militar

Fui testigo, al principio del mes de octubre de 1970, del conmovedor entierro del “Rais” Gamal Abdel Nasser en El Cairo, rodeado del dolor de cuatro millones de egipcios. Aquella muchedumbre, pese a su pobreza, había creído que Gamal -como llamaban a su presidente- había sido su auténtico padre, el hombre más importante de toda la historia de esta nación tan antigua. El coronel Nasser fue el segundo presidente de la república, tras el breve mandato del general Naguib con el que había formado el grupo de los “oficiales libres” que en 1952 derrocaron a la monarquía del rey Faruk, convirtiéndose en el ejemplo para otros pronunciamientos militares en los países árabes.

Nasser llegó al corazón de su pueblo postrado aún bajo los últimos vestigios del colonialismo británico, con aquellas simples palabras ”Hermano, levanta tu cabeza”. Su régimen nacionalizó el canal de Suez, hizo dos veces la guerra con Israel -la última, la de 1967, con su humillante derrota-, presumió de ejercer una suerte de “socialismo árabe”, reprimió con brutalidad a los “Hermanos musulmanes” que habían tratado de asesinarle -y que eran sus grandes enemigos del interior-, fomentó el panarabismo y fue uno de los caudillos del llamado neutralismo y del “Tercer Mundo”. Pese a su autoritario poder, a sus fracasos militares, fue un estadista carismático que supo encarnar el “espíritu del pueblo”.

Anuar El Sadat que también perteneció al núcleo de los “oficiales libres”, fue su sucesor. Era vicepresidente de la república , y en una elección de puro trámite accedió a la Jefatura del Estado. Sin su popularidad ni su talante de conductor de masas, inició una política menos militante, más conservadora, reduciendo el programa socializante de esta república de origen militar, trocando su alianza con la URSS por la de los EE.UU., abriendo las puertas a la americanización de Egipto. En 1979 por arte de birli birloque metamorfoseó la “Unión Socialista Árabe” en “Partido Nacional Democrático”, que sigue monopolizando el poder y se ha convertido en la fuerza política del presidente Mubarak, pero cuya sede continúa siendo la misma, en la Corniche del Nilo, ante la que también se congregaron estos días, los manifestantes del Cairo.

Sus dos grandes iniciativas fueron la “infitah” o apertura iniciando una liberalización tanto económica como política de la inmovilizada sociedad egipcia nasserista; y la firma del tratado de paz con Israel tras los acuerdos de Camp David de 1979, que le valió una gran ayuda financiera y protectora de la administración estadounidense. Con su viaje a Jerusalén consiguió dar un giro histórico al Oriente Medio. En 1981, un oficial de nombre Islambuli, militante de una organización islamista, que sigue teniendo una calle dedicada en Teherán, le asesinó durante un desfile militar, por considerarlo apóstata al firmar la paz con Israel. Fue la muerte del “faraón” como le llamaban sus enemigos.

Su entierro, al que también asistí , fue celebrado con todos los honores militares, con la presencia de descollantes delegaciones extranjeras, entre ellas de Meneahem Begin, primer ministro del estado judío, lejos de la populosa y vibrante capital del Nilo, sin ningún loor de multitudes, solo rodeado de un circunspecto ambiente oficial.

A su muerte le sucedió Mubarak que también había ejercido el cargo de vicepresidente de la república, en otra amañada y precipitada elección. Pero Mubarak, general del ejército, que había ocupado un  puesto de agregado militar en la embajada egipcia de Washington, ya no pertenecía al grupo de los oficiales libres que derrocaron la monarquía. Nunca ha gozado ni del carisma de Nasser, ni de la habilidad demagógica de Sadat, cuyos discursos invernales y rurales cabe a la chimenea, le dieron una cierta aureola del “buen padre de familia” egipcia. Nunca ha sido un gobernante popular.

Al principio de su ya lejano primer mandato presidencial, quiso limitar los excesos del creciemiento del sector privado a expensas de la política de asistencia y subvenciones públicas, reducir la corrupción administrativa, liberando a muchos presos políticos de las cárceles. Después su gobierno se hizo cada vez más autoritario con el pretexto de aplastar a los grupos de terroristas islamistas, que en la década de los noventa se ensañaban no solo con policías, empleados y funcionarios del estado, sino además con los minoritarios cristianos coptos, y con los turistas, maná de esta populosa y pobre nación.

Mubarak, gran protegido de los EE.UU., ha querido convertir a Egipto en el vestíbulo por el que los norteamericanos puedan penetrar en Oriente Medio. El prometedor discurso del presidente Obama expresando sus buenas intenciones respecto al Islam, lo pronunció en la universidad americana de El Cairo.

Prosiguiendo la apertura de Sadat y la liberalización económica ha sido siempre bendecido por el Fondo Monetario Internacional. La conjunción de intereses de la casta militar, fundadora de este régimen republicano y de los hombres de negocios, ha convertido al “Partido Nacional Democrático” en su instrumento de poder. Después de la efímera “primavera política” de El Cairo en las elecciones presidenciales del año 2005, en las que consintió que otros candidatos se presentasen a la convocatoria, su gobierno se ha hecho más represivo e impopular. Hay paz, estabilidad pero no hay prosperidad. Pero las afortunadas clases privilegiadas de Egipto gozan de un esplendor espectacular. Basta con visitar el lujoso y flamante “mall” de las “Cuatro estrellas” en uno de los barrios periféricos más residenciales de la capital, para corroborarlo.

La encrucijada árabe

Los precedentes.

 

Desde el balcón de mi hotel de El Cairo, sobre el Nilo y sus orillas, veo pasar los manifestantes con banderas egipcias y pancartas, entonando sus lemas contra el presidente Mubarak, camino de la vecina plaza Tahrir. Siete días después de este levantamiento, emanado de las entrañas de Egipto, no han retirado de las calles los vehículos militares, los camiones y automóviles carbonizados, ni los escombros de las comisarías en el centro de la capital, en los barrios antiguos de El Cairo islámico, incendiadas el pasado viernes en el violento apogeo de esta revuelta popular.

Entre las innumerables pancartas que exhiben los manifestantes de la plaza, leí una que rezaba: “El 25 de enero del 2011, fecha de expiración del régimen”.

En marzo de 1986, el rais Mubarak, en su primer mandato presidencial, tuvo que enfrentarse con una revuelta del pan muy particular: la de los reclutas de la policía, que prendieron fuego a hoteles y restaurantes en la carretera de las pirámides, centro turístico por antonomasia,y desafiaron durante varios días a su gobierno. Como ahora, fue impuesto el toque de queda y en la populosa capital, que aún no presumía de los flamantes rascacielos y nuevos barrios residenciales, resonaban los disparos. Se rebelaron contra sus miserables condiciones de vida. Decían que sólo recibían dos comidas cada jornada, quizá las habas o el foul por la mañana y un té que bebían por la tarde. Sólo una vez a la semana se distribuía carne en los cuarteles. Eran reclutas de la policía los que no habían podido superar la primera selección para entrar en el ejército. Eran los más ignorantes, los más pobres, los hijos de los fellas o campesinos. Parte de estos jóvenes estaban casados y tenían hijos, y las soldadas que recibían cada mes, de diez guineas o libras egipcias (diez dólares entonces) les condenaban al hambre. Su patética situación, que comparten la mayoría de egipcios, se agravaba porque, al estar cumpliendo el servicio militar, no podían ganarse el pan. La rebelión de las pirámides, en la que se habían infiltrado agentes de grupos islamistas radicales, fue la primera grave amenaza contra la estabilidad del régimen.

Pero en la historia contemporánea de Egipto hay una fecha decisiva: el 10 de junio de 1952, el día del incendio de El Cairo. El rey Faruk aún estaba en el trono. Todavía quedaban guarniciones británicas y gobernaba el partido liberal y laico del Wafd. A raíz de los enfrentamientos con la policía y las tropas inglesas, y de los conflictos entre el palacio y el gran partido nacionalista de Saad Zaglul, miles de habitantes de los barrios pobres tomaron las calles y, marchando hacia el centro urbano, incendiaron hoteles, restaurantes, night clubs, cines, incluso el teatro de la ópera –que había sido construido por el jedive Ismail el mismo año de la inauguración del canal de Suez–, tiendas de modas… En unas horas, todos los símbolos de riqueza, de occidentalización, todas las imágenes de aquella belle époque del mitificado cosmopolitismo –encarnado especialmente en Alejandría– que escondía las miserias e injusticias de la sociedad egipcia fueron pasto de las llamas ante el miedo y la impotencia de los gobernantes de la nación. Elincendio de El Cairo precipitó los acontecimientos, que hicieron cambiar súbitamente su historia. El grupo de oficiales libres del ejército, que había acumulado las frustraciones de los egipcios por la derrota militar en Palestina –en parte también debida a la deplorable situación de las fuerzas armadas, a la falta de municiones– y además por el fracaso de la política liberal del Wafd,dio un golpe de Estado contra la monarquía y derrocó al último descendiente de la dinastía albanesa de Mohamed Ali para proclamar la República de Egipto.

A diferencia de otros pronunciamientos militares en Oriente Medio, como el de Iraq, no fue violento. El depuesto rey Faruk pudo embarcar en su yate, fondeado en Alejandría, con honores oficiales, rumbo a su dorado exilio de Roma. En pocos meses, la junta militar, acaudillada por Gamal Abdel Naser, dio al traste con el sistema parlamentario. Prohibió los partidos, encarceló a los dirigentes de la época monárquica y proclamó su ambición revolucionaria. Los presidentes Sadat y Mubarak le sucedieron en el poder. Los historiadores de aquella época liberal, cuya nostalgia ha inspirado cintas cinematográficas y seriales televisivos de gran éxito, contaron que el proyecto de su pronunciamiento fue avanzado tras el incendio de El Cairo por miedo a que los Hermanos Musulmanes diesen su propio golpe de Estado. Las llamas del verano de 1952 llegaron también a algunos de los hoteles en los aledaños de la ahora llamada plaza Tahrir o de la Liberación.