Es conocida la distinción que hacía Sartre entre radicales y extremistas. Radical viene de ‘raíz’ y extremista viene de ‘extremo’. El radical busca la raíz de los conflictos para entenderlos antes de actuar, para poderlos explicar a fondo y para convencer después desde la razón, organizando los argumentos a partir de su origen. El extremista, en cambio, se sitúa voluntariamente en el punto extremo del debate, sin voluntad de acercarse a los demás. El hecho de que en el lenguaje popular ambos términos se confundan no es inocente. Chomsky ha denunciado ampliamente el proceso de confusión mental que se origina en la población con la práctica de la confusión de los términos. A propósito.
Esto viene a cuento del asalto al congreso de Estados Unidos por los seguidores de Donald Trump y de las reacciones que ha motivado.
La situación la ha aprovechado inmediatamente gente muy diversa para forzar todo tipo de comparaciones en beneficio propio. Sin embargo, es lamentable, por desgracia, que hace años que el debate político, e incluso el debate intelectual, va siendo sustituido por la propaganda más básica y fácil, sin barreras morales ni decencia.
Es en contra eso por lo que afirmo que necesitamos la radicalidad. Hay que ir a la raíz para entender qué pasa en Estados Unidos y en el mundo. Qué nos pasa. Y, como he comprobado más veces pero nunca como ahora, constato que si no horadamos la capa de la inmediatez mediática y el discurso fácil no entenderemos gran cosa. Y seremos utilizados.
¿Quién es «el poder»?
Hace muchos años que estudie la política de EEUU y en concreto el proceso electoral de ese país. Desde el año 1988, cuando trabajé siguiendo la campaña entre Dukakis y George HW Bush, han pasado nueve elecciones y todas las he seguidas con un interés especial, muchas en directo.
En el año 2000, cuando Al Gore perdió con aquel monumental escándalo de los boletines de voto en Florida, viví con perplejidad el proceso posterior y su renuncia a continuar luchando por unas elecciones que no tengo ninguna duda de que le fueron robadas. Poco después hubo el ataque a las Torres Gemelas, dirigido por un miembro de la familia Bin Laden, familia estrechamente aliada y amiga de la familia Bush. Y la guerra. Nunca olvidaré a Robert Fisk señalando el humo de los campos de petróleo incendiados en Irak y explicando a gritos que la guerra es por encima de todo corrupción y que no entenderíamos el porqué de aquella guerra sin entender las necesidades de la corrupción.
Veinte años después, nos encontramos con otro candidato a la presidencia, Donald Trump, que afirma que le han robado la elección. Y me parece que hay que preguntarse cómo es posible que tan a menudo, en ese país, encontramos una situación como ésta y que nadie haga nada para arreglarla.
Yo he llegado a la conclusión de que el sistema electoral norteamericano es tan complejo precisamente para permitir la confusión y aprovecharla si -y recalco el ‘si’- fuera necesario. No hablo de manipulación, porque sería poco coherente con la complejidad que quiero defender. Hablo de confusión. Y hablo también porque estoy convencido de que al final al poder le conviene más la confusión que la manipulación. Lo que aprendí en el Vaticano, a raíz de la muerte de Juan Pablo I, leyendo el extraordinario libro de John Cornwell sobre aquel ejemplo insuperable.
Ahora lo diré tan fríamente como me sea posible: lo que me ha impresionado estos días es cómo un poder que no sé identificar ha pulverizado lo que yo pensaba que era el poder, la Casa Blanca. Lo he explicado antes con las palabras de Fisk: parece evidente que hay un poder superior incluso al poder del presidente de Estados Unidos. Pero hasta ahora yo estaba convencido de que el poder del presidente de Estados Unidos era, al menos, instrumental y necesario para este otro poder. Estaba convencido, de hecho, de que esto explicaba por qué habían tenido que hacer algo tan feo como robar la elección a Al Gore de la manera tan torpe como se la robaron: entonces, necesitaban un presidente «suyo», allí dentro. Pero ahora, visto esto que hemos visto estas últimas horas, ya no sé qué pensar. Y no puedo evitar, con el recuerdo del año 2000, el repasar de qué manera más sorprendente Biden ha crecido de la nada en las primarias, eliminando primero y sobre todo a Sanders y después derrotando a Trump. Y no puedo evitar pensar que tal vez dentro de un tiempo entenderemos, por algún acontecimiento grave, cuál es la razón real por la que Biden tenía que sentarse en la Casa Blanca.
He mencionado antes al Vaticano y ahora mencionaré la Ciudad Prohibida. Porque China es otro de los pocos países que tiene una conciencia clara de qué es el poder. Y allí dicen que no hay ningún movimiento político significativo que no llegue «envuelto en banderas de seda», una referencia explícita a las grandes manifestaciones en Tiananmen. En Pekín viví también el siglo pasado, en directo y con un dolor que siempre me acompañará, la revuelta de los estudiantes, y al cabo de los años debo decir que estoy convencido de que ese movimiento fue útil a un cierto poder dentro del partido más de lo que lo fue a los estudiantes, valientes y dignos como nadie. La China de hoy no sería posible sin aquella revuelta, pero la China de hoy, y eso lo puedo certificar de primera mano, no es la que querían los que se sacrificaron entonces. De modo que no puedo dejar de preguntarme también, ¿a quién favorecen, pues, «las banderas de seda» desplegadas el miércoles por la noche en Washington?
¿A quién le conviene?
Trump es una desgracia para el mundo. No he tenido nunca duda alguna y lo he expresado siempre así. Precisamente antes de las elecciones escribí este editorial (1) en el que decía: «Trump es un ejemplo paradigmático de un cambio social y político que desgraciadamente vivimos todo el mundo: la negación de la legitimidad del contendiente». El tiempo me ha dado, desgraciadamente, la razón. Pero, visto lo que ha sucedido, ¿no hay que preguntar si es eso lo que le han hecho también a él? Y aún: ¿lo que después de hacérselo a él nos quieren hacer a muchos? Soy consciente de que los Estados Unidos han saludado a menudo, en nombre de la democracia, situaciones similares en más países. Y en cualquier caso les aseguro que el Capitolio de los Estados Unidos tiene una seguridad única, superior a la de cualquier otro edificio del mundo. De modo que estoy obligado a preguntarme: ¿cómo es que hubo, pues, aquel descontrol, aún más teniendo en cuenta que era anunciado? ¿Cui prodest? ¿Quién se beneficia?
De momento es claro, ya ha visto las reacciones, que se benefician quienes afirman que la ley y el orden pasan por encima de todo. También por encima de la democracia y los votos. No creo que pase ahora como ocurrió en 2001, pero tengo que recordar que el atentado contra las Torres Gemelas puso fin a la violencia política en muchas partes del mundo; en el País Vasco, sin ir más lejos. ¿Y ahora? Paradójicamente, son los principios del trumpisme, los que salen reforzados de todo ello, al precio de la muerte civil de su instigador. Es un gran momento shakeasperiano y, si no fuera por las consecuencias graves que puede tener, habría para ponerse de pie y aplaudir el espectáculo con mucho gusto.
Todos estos argumentos, todas estas reflexiones, los pongo sobre la mesa pero situándome yo mismo lejos de las teorías conspirativas. En las antípodas. Y espero que nadie pretenda manipular eso. Simplemente porque el conspirativismo, al fin y al cabo, también busca explicaciones fáciles y no es sino el reflejo en un espejo del simplismo de quienes no quieren rascar nunca, de los que no quieren ir al fondo de la realidad.
Si la reacción al autoritarismo indiscutible, fascistoide, de Trump es el autoritarismo que significa negar todo aquello que no es oficial, la condena de todo lo que no pase por las anquilosadas instituciones que acomodan la vida política en occidente, díganme, ¿entonces qué hemos ganado? Si la reacción al presidente que hacía Tweets no es proponer el pensamiento y la reflexión, sino hacer más Tweets desbarrando y manipulando los hechos, usándolos para atacar los movimientos críticos, díganme, ¿entonces qué hemos ganado? Enseguida vimos a China usando el ataque al congreso de Estados Unidos para anatematizar a los jóvenes de Hong Kong. O Macron diciendo que esto no se diferencia nada de algunas de las acciones de los Chalecos Amarillos. O políticos españoles anatematizado con los mismos argumentos, a lo grande, el movimiento independentista catalán, o, incluso, el 15-M.
Que Trump quería liquidar la democracia, tengo pocas dudas. Pero creo que tengo que decir hoy que a mí me preocupan también todos aquellos, de derecha o de izquierda, que han corrido a usar la algarada de Trump para amordazar aún más la democracia y para reforzar y apuntalar las sagradas instituciones del sistema. Justamente ahora, en el momento de su máximo fracaso histórico, cuando la pandemia ha puesto de relieve que es completamente incapaz de preservar de una manera digna la vida de los ciudadanos, la dignidad de la gente.
PS1. Hablando de la complejidad de la información, me siento con la obligación de explicar a los lectores qué pasó ayer con la noticia de la muerte de Antonia Beltran, madre de Valtònyc. VilaWeb la publicó después de comprobarlo personalmente con el cantante. En ese momento Valtònyc, desde Bruselas, estaba convencido, por la información que tenía. Y VilaWeb siempre ha considerado que en el caso de la muerte de una persona debe ser un médico o la familia quien confirme la noticia. Sin embargo, en este caso, más tarde, en el transcurso de la noche, la familia aclaró al cantante que Antonia Beltran se encontraba en muerte clínica, pero que el óbito no se había producido todavía. Por desgracia, esta inusual situación es una demostración más evidente de la crueldad que representa su injusto exilio, del que precisamente hablaba el editorial de ayer.
PS2. Importante, importantísima, la decisión de la justicia belga de no extraditar al consejero Lluís Puig. Especialmente cuando afirma, y esto es nuevo, que hay riesgo de violación de la presunción de inocencia, basándose en las declaraciones públicas hechas por jueces, fiscales y autoridades políticas contra los dirigentes independentistas. El trabajo del exilio necesariamente es lento, pero tiene una solidez extraordinaria y este paso conseguido ayer lo certifica.
VILAWEB