Uno de los mayores peligros de toda subordinación prolongada es que incapacita psicológicamente a la víctima frente a las agresiones que padece. Con el paso del tiempo, los nudos que la atan al dueño de su vida se multiplican y el proceso de inferiorización continua. Por ello no es extraño que a menudo sea la propia víctima quien defienda subrepticiamente al agresor enalteciendo sus ocultos e incomprendidos valores. Casi siempre se trata de una defensa disfrazada de voz de la conciencia cuyo objetivo es recordarse a sí misma que el mundo es imperfecto y que también ella tiene defectos, no sólo el agresor. Así, cada vez que alguien señala a éste con el dedo o intenta despertar la dignidad del sometido, surge inmediatamente la voz llamando al orden y a la moderación. La víctima debe ser ecuánime frente al agresor ya que la privación de libertad que éste le impone es tan sólo el lado malo de su personalidad; una personalidad, en realidad, pletórica de valores humanos, fraternos y democráticos. Lo cierto, sin embargo, es que no estamos frente a una voz de la conciencia sino frente a alguien que es incapaz de confesarse a sí mismo la inmensa dependencia emocional que tiene de aquel que regula su vida. El embeleso que siente por él es tan grande que a fuerza de ponerse en su lugar termina hablando como él y convirtiéndose en su mejor defensor.
Esta dependencia emocional la encontramos en muchas víctimas de malos tratos, ciertamente, pero también se da en el ámbito colectivo. Las colectividades humanas, precisamente porque son humanas, no acostumbran a diferir en sus respuestas de las que son habituales en el ámbito individual. Cataluña y Euskal Herria, como naciones sometidas largamente a la negación de su yo, constituyen una tierra fértil para el cultivo del autoodio. De ahí que los pedagogos de ese fenómeno broten de maneras diversas, y la voz de la conciencia es una de ellas. Normalmente se trata de voces que no han hecho una catarsis gracias a la cual puedan tener una visión más veraz de sí mismas. Perciben que la españolidad ha hecho mella en ellas y que han sucumbido a sus bondades, pero la remota conciencia de su auténtica identidad les genera una disonancia cognitiva muy difícil de soportar. Por ello se construyen una personalidad a la medida de sus contradicciones, una personalidad que adopta diversos nombres -no-nacionalismo, progresismo, universalismo…- pero que siempre, indefectiblemente, termina manifestándose como voz de la conciencia de los suyos. Es el disfraz que les permite seguir adelante sin tener que aceptarse como lo que en realidad son.
En el caso de vascos y catalanes, esas voces surgen siempre que alguien describe desacomplejadamente a España, le reprocha sus actos o le exige que se disculpe. La voz se revela de inmediato contra los primeros y les reprende por su impertinencia. Es así como, por arte de magia, el verdugo se convierte en víctima y ésta en verdugo. Una de las acusaciones más frecuentes de que son objeto vascos y catalanes cuando se preguntan dónde están los españoles demócratas dispuestos a admitir que la soberanía del País Vasco y de Cataluña reside en sus Parlamentos y no en el Congreso español es que fomentan el conflicto y el odio étnico. Ya se sabe, hay verdades que ofenden y si algo no le está permitido a la víctima es ofender a su agresor. Así, cualquier reivindicación constituye una inadmisible desconsideración hacia él, una actitud excluyente e incitadora a la violencia.
Sin embargo, hay preguntas pertinentes: ¿Dónde están los españoles que lucharon contra Franco dispuestos a aceptar los derechos nacionales de Cataluña y del País Vasco? ¿Dónde están los españoles demócratas de toda la vida imponiéndose por encima del PP y del PSOE y exigiendo que se permita a catalanes y vascos decidir libremente su futuro? ¿Dónde están, en definitiva, los españoles no-nacionalistas exigiendo la ilegalización de la COPE por su racismo y fomento del odio étnico? Naturalmente que hubo catalanes y vascos que colaboraron abiertamente con el régimen de Franco, pero no hablamos del franquismo sino del antifranquismo, de los supuestos defensores del derecho a la autodeterminación de todos los pueblos de la Tierra. Si su número era tan abundante, ¿por qué aceptaron la anacrónica reinstauración de la monarquía y nombraron al ejército «garante de la unidad de España»? ¿Cómo puede un auténtico demócrata oponer las armas a las urnas? Y si entonces estaban atemorizados, ¿por qué siguen callando ahora, treinta años después de la muerte de Franco? ¿Con qué autoridad moral se atreven a exigir responsabilidades al fascismo chileno y a Pinochet mientras corren un tupido velo frente al fascismo español y a Fraga Iribarne? Hay hechos incontestables, y éste es uno: En la Europa democrática sólo hay un partido político fundado por un fascista y genocida: el Partido Popular español.
Otro de los poros por donde transpira la españolidad inconfesa de esas voces, es el reproche a la víctima de que su comportamiento pone en peligro la estabilidad -la estabilidad basada en la sumisión de un pueblo a otro- ya que «los pueblos que se consideran históricamente agraviados son los que tienden más al odio étnico». Esta frase, publicada recientemente en un medio de comunicación de Cataluña, es fascismo en estado puro. Es repugnante el intento de culpabilizar a la víctima aduciendo que los agravios la han desequilibrado mentalmente y que de ella puede esperarse cualquier cosa. Descubierto su juego, desenmascarada la auténtica identidad de la voz, ésta no tiene otra alternativa que desacreditar a la víctima diciendo que padece traumas que la llevan a odiar a su agresor, cosa que no debería hacer ya que éste, que en el fondo es buena persona, sólo la domina por su propio bien.
Una cosa, sin embargo, debemos agradecer al demagogo desenmascarado, y es que su existencia es la prueba de que el verdadero enemigo está dentro de nosotros.