Leyendo, hace algunos años, el libro autobiográfico «Mi vida» del gran Reich-Ranicki, medité un poco sobre una pequeña historia que explica el autor. Esto era que en una reunión se le acercó un escritor famoso y le dijo: «Pero, veamos, ¿qué es usted en realidad, polaco, alemán, o qué?» Las palabras «o qué» aludían, evidentemente, a una tercera posibilidad. El gran crítico literario, juez implacable, se quedó un poco sorprendido por el enunciado de la pregunta, pero la respuesta, dice, fue muy rápida: «Soy medio polaco y medio alemán; y un judío completo». Quien preguntaba, que era Günter Grass, parece que se quedó satisfecho con la contestación del crítico. Pero el crítico, pasados los años, recuerda que, de aquella bella frase de múltiples identidades, ni una sola palabra era cierta: «Nunca fui medio polaco, nunca fui medio alemán… Y tampoco fui en toda la vida un judío completo». ¿Qué era, pues? También yo me lo pregunto, de vez en cuando: si soy una cosa, o aquella y aquella otra. Pregunta un poco complicada cuando se trata de identidades tangentes o complementarias, y materia de perplejidad incluso cuando las «entidades» se supone que son inclusivas o concéntricas. Ya hace muchos años que predico que «id-entidad» quiere decir la entidad del id, o sea la consistencia de lo que somos, porque algún id o cosa hay que ser en la vida, y esa cosa no puede ser nada: es elemental, saberlo es el mejor antídoto contra la trampa de quienes afirman que las identidades no existen (las de los otros, está claro), o que son altamente peligrosas. Debe de ser por eso, porque es un hecho y a la vez una idea tan clara y tan diáfana, que no me hace caso nadie: a los teóricos institucionales les gustan las ideas opacas y la terminología técnica o gremial, qué le vamos a hacer. A principio de los años setenta, yo me encontraba en Noruega, en una reunión internacional de antropólogos, y alguno de los presentes, en una cena de la que allá tienen como plato fuerte el pescado crudo y se hacen a las seis de la tarde, me preguntó si yo era español. «No lo tengo muy claro», que dije: «Digamos que soy del país donde manda Franco». ¿Ah?, interpretó rápidamente uno de ellos, ¿quiere decir que es catalán? «Poco más o menos», respondí, y hube de añadir: «Soy de Valencia». Para el compañero de conversación, si no había contestado directamente que era español, si había respondido con aquel circunloquio de distanciamiento, quería decir que mío «ser» era un poco complicado.
Tan complicado, quizás, como el de Marcel Reich (el Ranicki se lo añadieron después, bajo el régimen comunista, para polonizar-le un poco el nombre), el cual era, en efecto, un judío polaco de cultura alemana. Educado en Berlín, expulsado en Varsovia en 1938 y salvado milagrosamente del exterminio, después de la guerra volvió a Polonia, hasta que se cansó y se instaló en Alemania por propia voluntad. Era judío, y lo fue con todas las consecuencias, era polaco de nacimiento, y los alemanes habían querido destruir su pueblo y su tierra. Pero eligió el país de los alemanes: volvió porque, según afirma él mismo de manera admirable, su patria verdadera era la literatura alemana. Ahora, si yo, que ya me he quitado la ilusión de ser judío Miró de Mallorca, que puede ser apellido «xueta» (judío en Mallorca, nota del traductor), pero Mira no sé si es godo o castellano: en todo caso es valenciano -al menos desde el siglo XV-, dijera que mi patria es la literatura catalana, seguro que sería acusado de «mal valenciano» por alguna gente de casa, y de patriota dudoso por otra gente. Pero, y si mi «patria» fuera la literatura castellana, ¿qué me dirían? La materia es «delicada», cómo habría dicho Fuster, y ya ven si era complicado el siglo XX, y sobre todo el siglo XX de Europa, cuando un gran hombre de letras como Reich-Ranicki, tiene que buscar justamente en las letras su identidad como quien dice nacional. Y ahora que ya hemos pasado unos años de siglo XXI, años poco aprovechados, si alguien, con intención maligna o inocente, me hiciera la misma pregunta que a Reich («¿Pero veamos, qué es usted en realidad, valenciano, catalán o qué?»), ¿yo que le respondería? Ya sé que con una simple conjunción copulativa, la respuesta sería clara y canónica. Quién sabe si no tendría que responder como el señor Reich, con Ranicki o sin. O pensar que, mirándolo con mucho cuidado, me gustaría más ser judío.