QUE la Pascua se celebre en Dublín por todo lo alto no tiene nada de raro, lo que resulta más curioso es que la celebración sea, por todo lo alto también, en Cochabamba, antigua república de Bolivia y hoy estado plurinacional. Pero es que en Cochabamba, capital del trópico boliviano, hay una colonia de irlandesas e irlandeses que, entre otras cosas, se han venido ocupando de los niños de la calle, el principal efecto de la llamada desestructuración familiar ligada a la inmigración.
Así que, entre trago y trago, después de la ley seca de la Semana Santa, las canciones irlandesas parecen salir de los duendes verdes y pelirrojos de las paredes del Na»Cunna. El sentimiento patriótico de los irlandeses está ligado a una lucha y a una conquista y a un triunfo basado en una derrota, la del levantamiento popular de la semana de Pascua de Resurrección de 1916, a cuyo término los británicos aplastaron a los republicanos irlandeses y redujeron el centro de Dublín a escombros. Casi todos los cabecillas fueron fusilados en los días siguientes a su rendición. La independencia de Irlanda era, a pesar de la derrota, cosa más o menos hecha, con guerra civil de por medio o sin ella.
La irlandesa es una historia apasionante y épica que gusta mucho a los mismos que niegan a otros la posibilidad misma de decidir y prohíben a unos, catalanes, lo que permiten a otros, catalanes, aunque sus referéndum no sean vinculantes. Se emocionan con la música de Peadar O»Cearnaigh, y valoran los poemas de Pearse, el primer fusilado, o los de Seamus Heaney, el Premio Nobel, aunque obvien de qué hablan sus versos, que es algo que hoy se lleva mucho: despojar a la obra de los creadores molestos de su preciso contenido ideológico. Todo eso les parece admirable.
No se trata tanto de la hipocresía de celebrar lejos lo que se prohíbe y persigue y demoniza cerca, de alabar la calidad de la lengua lejana y burlarse de la cercana, como de sostener que Irlanda nada tiene que ver con el País Vasco, con el fin de cortar de raíz entusiasmos independentistas y comparaciones indeseadas e inexactas. La Historia que para unas cosas sirve de fundamento, para otras no. Y si no está clara, se reescribe. Y si está clara, se oscurece. No hay revisionismo que valga si quien la reescribe lo hace a mi servicio y con dineros públicos, por encargo, para que escriba lo que nos convenga y vaya a misa por la fuerza del poder político en ejercicio. Depende siempre del número de personas que se abandere tras ella o del poder que tenga quien lleve la batuta. Lo que no vale para ti, vale para mí, lo que hoy está condenado, mañana está en los altares.
Hacia 1967, fecha del primer Aberri Eguna en Pamplona, a mí me enseñaban que la conquista de Navarra había sido artera y que los sucesivos reyes de Castilla en sus testamentos encomendaban a su sucesor que se ocupara de «la cuestión navarra», o algo así, porque la mala conciencia les acosaba (Walt Disney, 1967). No sé si eso fue así porque no he visto los testamentos reales. Y a estas alturas, en cuestión de documentos históricos no me fío ni de la guía telefónica. Lo que sí sé es que estaba de moda, era lo común, sostener la mucha singularidad navarra, y halagar de paso el ego del navarro, pese a su conquista y se explicara ésta como un paseo militar apoyado por la mayoría de la población que concluyó en un famoso pacto de igual a igual. Las trastiendas se quedaron para el gato. Eran enseñanzas universitarias, o eso, o yo qué sé, pero más sonaban a película de indios y vaqueros en la que ganaban los vaqueros, con el 7º de Caballería (los beaumonteses y Fernando el Católico), y perdían los indígenas, siempre abusivos, malos, malos, esto es los agramonteses, cuya historia no recuerdo se enseñara con el mismo lujo de detalle que la cantidad de títulos nobiliarios acumulados a lo largo de la historia por la duquesa de Alba, la taurina.
Ahora las cosas han cambiado mucho y conviene, nunca mejor dicho, hablar de la autenticidad de las bulas papales falsas, de que de represión nada, sino organización del Estado, de la contribución decisiva a la unidad de España y de que, por el hecho de ser navarro, se es doblemente español o más español que el que no es navarro, como me decía, entre yejquemachos, un pegote acucarachado de gomina que dirigía no sé qué en el diario ABC, desde donde se organizó el apoyo mediático a aquella manifestación espontánea y popular del PP en Pamplona en defensa de la unidad de España y otras cuestiones conceptuales sin las que se entendería mal la marcha del mundo, la estampida migratoria, la quiebra del sistema neoliberal y hasta el cambio climático.
Tal y como están las cosas, ni se me ocurriría poner en duda que el nacionalismo vasco es perverso y amamanta a Las Fuerzas del Mal, pero lo cierto es que en el otro lado de la trinchera, entre los bávaros porcheros y otros, feroces defensores de la Sagrada Unidad de España, me he encontrado con gente espantosa, auténticos matones, de modo que si no fueran pellejos que rebosan azumbres, los tomaríamos por latas de odios en conserva, muy capaces de azuzarte a sus bodegueros, hechos matones de ocasión o de, llegado el momento propicio, darte el paseo o encargar que te lo den para no mancharse las manos. Entre la poetambre española, hay nostalgia de camisa azul y correajes, y de pistolas. Hablan de ellas. Mucho. Viven como Dios, pero salen a escena disfrazados de perseguidos, agraden pero son los agresores, simulan ser pacíficos, pero les bullen las ganas de ajustar cuentas, siempre violentas, y miran para otra parte si el agredido no es de los de la suya cuerda: sin enemigos a capricho no serían nada. La historia de estos tartufos envueltos en la rojigualda hecha pingüe negocio, suena a espectáculo arrevistado, como una parodia de Raquel Meller y el chotis de sus facciosos: ¡Ya hemos pasao! Sí, aunque tal vez fuese mejor decir un rotundo «¡Ya hemos llegao!», igual de chulapo. No hay compromiso político sin beneficios inmediatos ni servicios prestados a la política de gobierno que no se paguen con largueza de una manera o de otra. Aquí y allí, allí y aquí.