Voy a contaros uno de los momentos más emotivos de nuestra historia contemporánea y que, sin embargo, no aparece jamás en los libros de historia. Como tantos otros.
Finalizaba febrero de 1876 y el ejército vasconavarro perdía la última guerra carlista. Acuciados por el ejército “de la nación”, como lo llamaban los liberales, cinco mil soldados carlistas, junto a mil quinientos oficiales, cruzan las mugas por Luzaide. Son los irreductibles, los que prefieren el exilio o la emigración a América antes de rendirse a los “negros”. En Madrid comienza la campaña de “cuarenta y cinco provincias contra cuatro”, exigiendo la abolición de los fueros y la imposición, de una vez por todas, de la “unidad nacional”.
En Donibane Garazi les espera el ejército francés que los desarma. Llevan días caminando, sin comer, y en la capital bajonabarra no pueden alimentar a tantos. Les ordenan seguir caminando hacia Baiona, donde el prefecto de la ciudad, conde Remacle, se haría cargo de ellos hasta llevarlos a los campos de internamiento. La crónica que el prefecto envió a las autoridades de París, narrando su entrada en Baiona, es estremecedora: después de tres años de guerra, “estas valientes personas acababan de caminar ciento veinte kilómetros de pie y con el estómago vacío. Sin embargo, desfilaron en muy buen orden y con paso alerta, coreando su marcha con el canto nacional de los vascos: Guernicaco Arbola, y aire marcial bajo sus boinas en varios colores, según los cuerpos a los que pertenecían”. Dentro de su desgracia, escribía el prefecto, “uno no podía evitar admirar su resistencia física y moral”.
Esta estampa cinematográfica, que algún día recogerá nuestra literatura y filmografía mucho mejor que lo que han hecho los historiadores, no resultó ser una mera rabieta estética de unos miles de perdedores. Aquella entrada triunfal en Baiona, al son del himno nacional, estaba anunciando que los vascos seguirían peleando en la “pacificación” con el mismo furor que lo habían hecho en las guerras anteriores. Que todo empezaba de nuevo. Que las marchas militares no iban a poder con el zortziko vasco.
Los historiadores españoles, y los españolizados, ignoran este final epopéyico. Aposta, creo yo. Oficialmente, la insurrección vasconavarra acabó con la imagen del pretendiente Carlos VII lanzando su famoso “Volveré” desde el puente de Arlegi. Pero él nunca volvió, y sí volvieron, multiplicados, los que veían representados en el Gernikako Arbola las libertades de su patria.
Efectivamente, ese mismo año se puso en marcha la Asociación Euskara de Navarra y con ella el renacimiento cultural del país; en 1879 surge el Bilbo la sociedad Euskal Herria; un año más tarde irrumpen los euskaros en las elecciones. Carlistas y liberales vasquistas exigen unidos la reintegración foral. Luego vendría Sabino con el PNV, la Sociedad de Estudios Vascos y la resistencia popular contra las consecuencias de la abolición foral: revueltas contra las quintas, contra la usurpación de los comunales, la corrupción de los políticos de la Restauración… Entre aquellos hervores estalla en 1893 la Gamazada en Navarra y de seguido la Sanrocada en el resto de provincias, verdaderos levantamientos nacionales que esos historiadores citados relegan a un mero asunto monetario, porque los vascos, ya se sabe, solo quieren pagar menos a las cargas del Estado.
Este mes de agosto se cumple el 129 aniversario de aquella revuelta, cuando la Guardia Civil masacró en Donostia a los manifestantes que cantaban el Gernikako Arbola frente al hotel Londres, donde estaba Sagasta, presidente del Consejo de Ministros. Tres muertos y 20 heridos de bala, casi nada. La prensa europea lo recogió sin pelos en la lengua: Para el Pall Mall Gazette de Londres, tenía razón “un pueblo que lucha por sus aspiraciones nacionales” y que cantaba “el equivalente al God save the Queen inglés”. Para el Preston Herald era el “himno nacional vasco” y también era el “national Basque hymn”, para el London Evening Standard, el Morning Post, el Daily Telegraph y docenas de periódicos más en todo Europa. Demasiado himno nacional para un prosaico asunto monetario.
Hace poco hemos publicado documentos contundentes que muestran la voluntad de Zumalakarregi de proclamar ¡en 1834! una República Federal en las cuatro provincias. Sabemos que al menos las diputaciones y los gobiernos de España, Francia y Austria tuvieron constancia oficial de ello. Docenas de testimonios de época lo ratifican. Chaho, tan vilipendiado, tenía la razón. Un seguimiento de la prensa europea del momento, (incluida la de Madrid) demuestra que fue una noticia mundial. Solo dos citas: “Zumalacarregui viéndose enteramente abandonado por su cobarde jefe, ha declarado las cuatro provincias… independientes de la España; se propone, según dicen, establecer en ella una especie de gobierno federal”, decía el Diario de Comercio de Madrid. “Zumalacárregui acaba de dirigir una proclama a los habitantes de las cuatro provincias insurgentes, por la cual los declara independientes, y los libera de toda sumisión; o hacia la autoridad de don Carlos, o hacia la de la Reina” matizaba Le Constitutionnel de París. ¿Los historiadores españoles nunca fueron a una hemeroteca? ¿O, simplemente, se lo callaron?
Ya les vale. Los historiadores vascos, tanto por profesionalidad como por patriotismo, deben abandonar sus complejos y desmontar toda esa red de patrañas, medias verdades y descarados ocultamientos que la historiografía colonial española, estabulada además en nuestras propias universidades, ha ido tejiendo durante décadas. Es, de nuevo, la batalla del relato. Una batalla que comenzaron dignamente aquellos mutilak, entrando en las calles de Baiona, cantando su himno nacional.
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