Platino para la Segunda República. Hace años, en algún aniversario de esos que pasan desapercibidos, escribí un artículo beligerante en el que recordaba los debes de la república, sus fracasos y, en especial, sus cuentas no saldadas con los vascos. Recibí críticas desde el lado republicano, algo que esperaba, de quienes como Alfonso Guerra piensan que nacionalistas únicamente somos los periféricos y que el resto, los del oso y madroño por estandarte, son modernos e internacionalistas. ¡Cretinos! Nosotros somos románticos de nuestra tierra y ellos empresarios de fincas. Lo nuestro es de aficionados, lo de ellos de profesionales. Llamarnos nacionalistas cuando la única “nación” legal y oficial es España explica mucho de la paranoia histórica que nos atenaza, tanto bajo la dictadura, como la monarquía… como durante la República. No quiero, sin embargo, quemar mis naves en el primer párrafo para no poner en jaque el final del artículo.
Hace mucho que sabemos que ser centralista no está reñido con ideologías y que, a lo sumo, los republicanos españoles más atrevidos acuñaron el concepto del federalismo. De los republicanos franceses tendríamos un artículo dedicado únicamente a sus atrocidades. Del Pétain fascista al De Gaulle colonialista. Hoy, el máximo exponente del republicanismo mundial se llama Bush. Sin comentarios. Por si las moscas.
Los valores republicanos, obviamente, fueron un paso importante en el progreso de la humanidad. Concluir con la continuidad de la sangre azul, con la intrusión de la Iglesia en nuestro ropaje diario o con las argollas en los tobillos de quienes obtenían el azúcar de la remolacha fue un hito en la historia de la humanidad. Un hito que se estira como un chicle. Que se recuerda continuamente para concluir con la falsa estadística de los avances en los niveles de vida globales. Morimos unos años más tarde que nuestros antepasados, es cierto, pero quienes lo hacemos somos los privilegiados del Primer Mundo que esquilmamos y robamos al resto, ese resto que es mayoría y vive como hace cien décadas.
No voy a repetir aquel artículo del aniversario desapercibido. No soy un predicador y por tanto no busco la conversión de los lectores con la repetición machacona de frases y especulaciones. Deseo, por el contrario, lanzar algunas reflexiones sobre las sugerencias que nos ofrece el recuerdo del 14 de Abril. Dando por sentado que, a pesar de los reproches y a pesar de la fantasía de mis letras cuando hablo de mi patria, la proclamación de la Segunda República entre mis vecinos españoles concita cierta sensibilidad hacia ella. Por la sencilla razón de que la historia hispana está plagada de totalitarismos, reyes tiranos y reyezuelos extravagantes, y por eso romper con esa tendencia, aunque momentáneamente, fue saludable.
Cuando Franco derogó la República, a la que previamente había declarado lealtad, dijo que lo hacía por su “inmoralidad”. Ya esa cita, por si sola, es suficiente para mostrar cierta simpatía por semejante y efímero sistema.
El primer atractivo que destila la República es el del rechazo a la realeza. Siempre he creído, además, que la huida de Alfonso XIII dejando su trono vacío tuvo como principio una idea corporativa. La muerte en la guillotina del francés Luis XVI, repetida hasta la saciedad en los libros escolares, y el más reciente fusilamiento de los Romanov en Rusia con la Revolución dirigida por Lenin, debió alterar los nervios del monarca madrileño hasta hacerle perder su compostura. Somos animales evolucionados y nuestras emociones, aunque controladas, son muy primarias. La República surgió porque el noveno borbón que reinaba se esfumó.
La República concedió autonomía, renovó la educación, dio el voto a la mujer y extendió la cultura. No se atrevió, sin embargo, con la periferia a la que trató como los precedentes y, únicamente con la guerra iniciada, los partidos que la sostenían fueron capaces de apoyar al Estatuto Vasco. No se atrevió a limpiar su Ejército… y así le fue. Generó, también es cierto, un tsunami social (ahora que tan recurrente se ha vuelto el término) sin precedentes en la historia peninsular y, a pesar de ello, sus esperanzas no llegaron a cuajar entre la mayoría de los vascos.
¿Por qué? Pues, entre otras razones, por su marcado laicismo. Las nuevas generaciones se sorprenderán con esta afirmación, pero así fue.
Nuestro país exportaba acero, boinas, vino… monjas y sacerdotes y atiborraba seminarios. Los carlistas llegaban al éxtasis teresiano con una facilidad pasmosa, los jeltzales defendían las iglesias como si fueran sociedades gastronómicas y hasta muchos republicanos de nombre asistían al precepto dominical impuesto por el Vaticano.
Manuel Irujo, de cuya muerte se conmemora este año el 25 aniversario, escribió un informe confidencial (que por razones obvias ya no lo es) al Gobierno de la República ya iniciada la guerra, poco antes de ser nombrado ministro de Justicia. Al hablar de los vascos se refiere a su partido, hecho que no oculta la gran verdad de su reflexión: “Cuando los vascos, al proclamarse la República, incorporamos nuestra colaboración a la de los restantes pueblos peninsulares, nos encontramos casi totalmente solos. Íbamos a la Iglesia con las llamadas derechas. Sentíamos las emociones de justicia social y sus problemas sangrantes con las denominadas izquierdas”.
¿La paradoja? Que todos los proyectos ideológicos y políticos madurados por pensadores vascos ponían al sistema republicano en el centro de sus intenciones. Agustín Xaho, Sabino Arana, Eli Gallastegi, Manuel Irujo… todos ellos católicos declarados, excepto el suletino, creían en la República vasca articulando a sus territorios de manera federal. Sin intrusión de la realeza (a pesar del peso de la monarquía navarra en el pasado común), sin curas ni frailes en los escaños, tal y como señalaban los viejos fueros vascos que prohibían a los sacerdotes acceder a las Juntas.
Nuestro país es un cúmulo de paradojas, como el de los vecinos o cualquier otro. La propia condición humana, su genoma que contiene tanta información inútil, hace proclive el deslizamiento hacia situaciones y tomas de postura a veces ilógicas. Y en la cuestión republicana, vuelvo a incidir en ello, mis simpatías son evidentes. Es una de mis paradojas particulares.
Concluyo rescatando a José Martí: “El amor madre a la patria no es el amor ridículo a la tierra, ni a la yerba que pisan nuestras plantas, es el odio invencible a quien la oprime, es el rencor eterno a quien la ataca”. No soy devoto de Indalecio Prieto, ni de Manuel Azaña ni de Niceto Alcalá Zamora, republicanos destacados. Pero descubrir que Franco, Mola, Sanjurjo, Fraga, Suárez, Moa, Aznar y tantos otros fueron o son anti-republicanos, y que algunos de ellos mataron a mansalva para apuntalar su actitud, no me deja más espacio. Así pues, en este aniversario redondo: ¡Viva la República! La vasca, por supuesto.