En Sudáfrica descubrí que nadie, en ningún caso, no puede pretender tener la razón completa. O, mejor dicho: que siempre encontrarás a alguien que desafiará lo que tú piensas, por más elemental, indisputable y lógico que te parezca lo que defiendes. Resulta, en suma, según entendí, que con la razón no es suficiente porque nunca hay forma de convencer a todos.
Llegué a ese país a finales de los noventa para cubrir las últimas elecciones del ‘apartheid’. Para mí era una tarea emocionalmente muy complicada porque estaba muy implicado en el movimiento por la liberación de Nelson Mandela. Reconozco, por tanto, que iba acondicionado. En Valencia, de muy joven, compraba cada semana el semanario ‘Jeune Afrique’, en un quiosco riquísimo en prensa internacional, hoy desaparecido, de la plaza del Ayuntamiento. En aquella revista cada semana un artículo u otro hablaba de Mandela y siempre había dos cartas o tres de los lectores que aclamaban su figura de prisionero y de líder, la dignidad con que soportaba décadas de privación de libertad.
Crecí, pues, convencido de que Mandela era poco menos que un santo universal al que tan sólo los racistas podían negar la estatura moral y política que más tarde, efectivamente, demostró de sobra que tenía. Y por eso tuve una sorpresa inmensa cuando descubrí que no era el caso.
En aquellas elecciones, se presentaba una candidatura contraria al ‘apartheid’, tolerada por el régimen. Entré en contacto con ella y conseguí hablar con sus candidatos. Eran blancos, profesionales urbanos, acostumbrados a viajar al extranjero, demócratas, convencidos de que Sudáfrica debía ser libre y que no se podía tolerar por más tiempo la opresión de los negros, la gran mayoría de la población. Pues fue increíblemente sorprendente la reacción que tuvieron cuando puse sobre la mesa el nombre de Mandela, encerrado entonces en la prisión de Pollsmoor. Enloquecieron. Le acusaron de todo, lo criticaron hasta unos extremos inimaginables. Me explicaron historias que luego se ha demostrado que eran completamente falsas, me acusaron de no entender su país, de ser un imperialista izquierdista y de apoyar el terrorismo.
Esa noche, aturdido, fui hasta las puertas de la prisión, que curiosamente estaba muy cerca de donde me había encontrado con esta gente. Como una necesidad casi física. Para tratar de aclararme la cabeza. Me sentía completamente aturdido. No entendía cómo podía ser que esa gente, víctima del ‘apartheid’, me pudiera hablar así del hombre que yo había aprendido a apreciar y a amar por su resistencia, del gran icono mundial de la lucha contra el ‘apartheid’.
Pollsmoor estaba, y está todavía, en Tokai, en uno de los extremos tan empinados de Ciudad del Cabo. Y desde allí las luces de la gran ciudad austral eran un paisaje de una belleza inolvidable, pero que cortaba el aliento. Mirando ese fondo y pensando que Mandela estaba justo tras aquel muro, traté de entender la escena que acababa de vivir, pero no lo conseguí. La confusión, de hecho, me ha perseguido durante mucho tiempo, incluso después de ese día tan emocionante en que Madiba tomó posesión del cargo de presidente de la nueva Sudáfrica y nos dio una enorme lección a todos.
Pero con el paso de los años me parece que lo he ido entendiendo. Que he ido entendiendo, o quizás simplemente aceptando, este mecanismo profundamente humano que origina situaciones como aquella -y todas las situaciones similares que vivimos con naturalidad cada día por causas mucho menores-. Yo, partiendo de mi subjetividad, puedo creer que algo es importantísimo, que un detalle es trascendental, inmenso o que una persona ha hecho de una manera casi perfecta esto o aquello. Pero ahora sé de sobra que, por más objetivos que sean los hechos que me hacen pensar eso, aunque todo sea demostrable sin pasión -¡y mira que Mandela lo era!- no podrás contar nunca con que todo el mundo te entienda y lo comparta.
Porque están las manías y los apriorismos de cada uno, que tienen un peso inmenso. Manías contra un político, contra un partido o una ideología, contra una manera de entender el país, contra una bandera, contra una empresa o un grupo; incluso, como vemos estos días, contra un jugador, contra un estilo de entender el fútbol, contra una manera de entender un deporte, una ciudad, un club. Y estas manías y estos apriorismos no los cura nunca la razón. Están profundamente arraigados dentro de personas que simplemente los creen y que más bien, al revés, no pueden entender cómo es que tú no ves las cosas como las ven ellos. Que incluso se indignan preguntándose cómo es que eres tan sectario de considerarlos sectarios a ellos.
De aquella noche de aturdimiento en la puerta de la prisión de Pollsmoor han pasado ya más de treinta años. Y es, entre otros ejemplos, el del éxito del proceso sudafricano, relativo pero inmenso a la vez, como me ha venido la respuesta a las inquietudes que no me dejaban dormir ese día. Hoy creo que las colectividades humanas siempre tienen la capacidad de superar las barreras que les ponen delante individuos concretos, por más poderosos que sean estos y más destructivas que sean aquellas. Pero sobre todo estoy mucho más que convencido de que las palabras, los debates verbales, la comunicación, los argumentos, siempre tienen una capacidad de convicción muy limitada y que lo que lo cambia todos es la evidencia vital, esa sensación de que el paso del tiempo va construyendo íntimamente dentro de nosotros, en todas las sociedades. A veces por la imposibilidad de resistir ni un minuto más tanta vejación, a veces por el recuerdo de aquel día excelso que fuimos espléndidos, a menudo por la persistencia de los gestos pequeños y constantes y siempre las ganas de comernos el mundo día a día, también razón a razón.
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