Palabras en el Parlamento

Esto era el pasado día 10 de septiembre, víspera del 11, y el Parlamento de Cataluña, en un acto ritual, entregaba su Medalla a Òmnium Cultural. La presidenta Muriel Casals, con una combinación perfecta de intuición y de cortesía, pensó que las palabras de agradecimiento, además de ella misma, las diríamos tres escritores amigos: el padre Massot, Jaume Cabré y un servidor. Y por si tiene algún interés público, además del protocolario, eso es lo que dije:

 

 

Yo fui, probablemente, el primer valenciano que participó en las actividades de Òmnium Cultural, con una conferencia que di, allá por el año 1963, si no me falla la memoria, cuando era todavía un jovencito con más osadía que cordura. Poco después, la autoridad competente cerraba aquella sede venerable de la calle de Montcada, pero no debió ser por culpa mía. Ya entonces, desde los inicios, encontraba un poco críptica la palabra «Òmnium» del nombre de la entidad. Tanto si «Omnium» quería decir ‘de todos’, como si quería decir ‘de todas las cosas’, significaba que la cultura es de todos, y que nos importa a todos. Será por eso que las entidades cívicas que, en nuestro país, han trabajado con más extensión y eficacia en la restauración de la lengua nacional y común, llevan las tres el nombre de «cultural»: Òmnium Cultural, Acció Cultural del País Valencià, Obra Cultural Balear. Porque hay sociedades, hay países, donde la preservación de la lengua propia es también la preservación de una cultura propia, de una patria que es un patrimonio, y en definitiva de la existencia de toda una nación. Y éste, entre tantos casos de la Europa moderna y del mundo, es también nuestro caso.

 

En cuanto a estado de la cultura catalana, campo de acción de la entidad que ha merecido la Medalla de este Parlamento, dejadme hacer una afirmación categórica: su estado presente y su futuro están ligados a las letras y a la literatura, y este futuro, cualquiera que sea, está ligado al poder y a la política. Quiero decir que la dependencia en el campo del poder acabaría siendo, también y necesariamente, una dependencia en el campo de la lengua, y por tanto de la literatura, y por tanto, por extensión, de la cultura: porque una cultura dependiente, una lengua dependiente, difícilmente producirán una literatura prósperamente independiente. Dicho en términos más concretos: si la «normalidad» cultural y literaria va ligada a una normalidad lingüística, no sé qué normalidad es ésta cuando los mecanismos de estímulo y de difusión de la propia producción literaria y cultural están permanentemente limitados por condiciones que imponen la difusión intensa y constante, en nuestro país, de otra lengua, otra cultura y otra literatura. Podríamos, como demostración a contrario, enumerar los destrozos funestos que un determinado poder político ha producido y provoca, en mi país, la Comunidad Valenciana, en el campo de la lengua y de la cultura nacional. Pero no quiero estropear, con rabia y con llantos y lamentos, la belleza y el placer de esta fiesta de reconocimiento parlamentario.

 

Y lo dejaremos en este punto, que es un punto oportuno para cerrar esta reflexión, y acabaré desde mi condición de escritor. Porque los escritores, además de ser receptores y emisores de mensajes en la sociedad en que escriben (y eventualmente fuera de esta sociedad), además de ser elaboradores y difusores de contenidos sociales o ideológicos, además de ser testigos de una realidad contemporánea o histórica o elaboradores de otra realidad literaria, son «conductores» de un vehículo muy particular, que es la lengua en que escriben. Una lengua que, al mismo tiempo, es mucho más que un vehículo: es o puede ser, y en el caso nuestro es, sin duda, la materia y el emblema en el que se reconoce una sociedad. Y el escritor, entonces, es también un demiurgo, alguien que «trabaja para el pueblo». Será por eso que Òmnium Cultural nos ha elegido a nosotros tres, escritores con tres acentos, para daros las gracias a vosotros, representantes de este pueblo. Gracias que aquí quedan dichas muy sinceramente.

 

 

Y aquí se acabó el discursito. Al día siguiente estaba la gran manifestación gloriosa, pero esa es otra materia. O quizás no.

 

 

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