Una patria necesita un nombre, condición ‘sine qua non’ para que sus hijos la reconozcan. El nombre, sin embargo, por los avatares históricos puede haber caído en desuso (ya nadie llama Abisinia a Etiopía, Siam a Tailandia o Barbaria a la tierra de los bereberes) o haber quedado reducido a una de sus partes (como es el caso de Macedonia, que por eso la parte septentrional ha terminado llamándose Macedonia del Norte). También está el caso, desde antiguo, donde las partes han constituido un todo, como ha sucedido con los Países Bajos, Unión de regiones de habla neerlandesa separadas del Sacro Imperio y también de la Monarquía Católica que tenía por capital Madrid. Sería largo aquí hacer una relación de nombres de países, de corónimos, caídos en desuso, reducidos a una de las partes o adoptados por un todo; la historia está llena de ellos.
Los Países Bajos como ejemplo
Países Bajos, ‘Nederland’, el nombre surgió por necesidad, la de siete provincias borgoñonas (Holanda , Zelanda, Gelderland, Utrecht, Frisia, Groningen y Overijssel), unidas por lazos de lengua (neerlandés y frisón), cultura e -importantísimo en aquel momento- religión, que no aceptaban ser gobernadas por un tipo ultracatólico de Madrid. Este era el «rey» de ellos y también de Valencia, Mallorca, conde de Barcelona y -¡ah!- de los glotófagos castellanos. Para nosotros era el primer rey Felipe de este nombre, para los castellanos, sin embargo, el II (el primero fue Felipe llamado «el Hermoso», el guapísimo marido de Juana «la Loca» ) y su gran rey, el del «imperio donde nunca se pone el sol». La frase de fray Francisco de Ugalde hizo fortuna y he aquí que hasta hoy la repiten hasta la saciedad los nostálgicos de la barbarie colonizadora castellanizante. No hace mucho, en 2001, el ahora tan escarnecido Borbón padre espetó aquello de ««nunca fue la nuestra, lengua de imposición, sino de encuentro; a nadie se le obligó nunca a hablar en castellano: fueron los pueblos más diversos quienes hicieron suya, por voluntad libérrima, la lengua de Cervantes». En la Haya, el 26 de julio de 1581, los neerlandeses del norte abjuraron del ultracatólico rey español Felipe II. No lo querían ver ni en pintura, y así se inició una guerra de ochenta años -¡ochenta!- para independizar su país -países- del rey de Castilla. Es la historia -ya la saben- de los ‘tercios’ (el ejército español en Flandes) y de las brutalidades del duque de Alba y otros uniformados de la época. Todo ello, material para engrosar los libros de historia españolistas, la novelística carpetovetónica de Pérez-Reverte, con película de ‘Alatriste’ incluida, y el Ultramontanismo pictórico del Ferrer-Dalmau. Mal que les pese, los Países Bajos triunfaron.
Si Ortega y Gasset, intelectual celebradísimo, a izquierda y derecha, por el españolismo militante, espetaba en las Cortes republicanas de 1932 contra el Estatuto catalán, que «el problema catalán es un problema que no se puede resolver, que sólo se puede conllevar», lo mismo pensaban de Cataluña y también de Flandes (Países Bajos) Quevedo y la intelectualidad castellana del siglo XVII.
A mediados del siglo XIX la intelectualidad de los territorios -nación- catalanófonos decidió que no iba a renunciar a su lengua. Es muy impresionante, para la época, la frase de Joaquim Rubió i Ors en el prólogo de su ‘Lo Gaiter del Llobregat’ (1841): «Cataluña puede aspirar aún a la independencia, no a la política, pues pesa muy poco en comparación de las otras naciones, las que pueden poner en el plato de la balanza, además del volumen de su historia, ejércitos de muchos miles de hombres y escuadras de cien navíos; pero sí a la literaria». Bueno, fue un comienzo y España, la España liberal que se estaba constituyendo, podría haber adoptado -hacer suyas- las aspiraciones lingüísticas, únicamente lingüísticas, de los territorios no castellanos. Pero, como bien apuntaba Joan Fuster en el prólogo del libro ‘Franco y el españolismo’, de Xavier Arbós y Antoni Puigsec (1980), «hay ‘catalanistas’ porque hay ‘españolistas’». En resumen, así es. Españolismo de «sólo se puede conllevar», fundamentado en las puñeterías de pueblo elegido a la manera bíblica y las consecuencias de un matrimonio desafortunado, el que unió en el tálamo, en Valladolid (Castilla profunda) en 1469, a un chico de nombre Fernando, de diecisiete años, y una chica de dieciocho, Isabel. Eran primos hermanos y, pues, derecho canónico en mano, el matrimonio debía haberse evitado, pero… Cosas que pasan, una bula papal falsa apaña el descosido y vino lo que de todos es sabido.
De igual modo a como los catalanes les convirtieron en «españoles», otra cópula en tálamo, la de la hija de Fernando e Isabel, Juana, con el hijo del emperador Maximiliano I del Sacro Imperio y señor de Flandes, Felipe, convirtió en «españoles» a los neerlandeses. Ya ven, había una época en que la suerte de las naciones se decidía en las camas. Ahora bien, Flandes y el resto de provincias neerlandeses estaban lejos de Castilla; los catalanes, en cambio, la tenemos muy cerca, sobre todo por la parte de Valencia. Poner una pica -un soldado- en Flandes a los españoles les resultaba tremendamente oneroso, por ello el dicho; en las tierras catalanas, en cambio, campaban como y cuando querían las picas, y todavía, para nuestra desdicha, campan.
Las provincias neerlandesas septentrionales proclamaron su independencia (1581) y buscaron un nombre que las identificara unidas. No eran Borgoña, aunque el ducado borgoñón es el origen de su convivencia. Eran los Países Bajos -la salida al mar- de Borgoña y de ahí el nombre, en el francés oficial de aquel Estado, ‘Pays-Bas’, y en el neerlandés de la población, ‘Nederland’. El emperador Carlos V, hijo de Felipe I el guapísimo y de Juana la loca de amor, los convirtió, por decreto, en provincias indivisibles en 1549. Muerto Carlos V (1558) los Países Bajos pasaron a su hijo primogénito, Felipe II, De quien siete provincias se separaron en 1581, las provincias que formaron lo que en el futuro sería conocido como Holanda, por la sinécdoque que se embrolló Napoleón al crear un reino para su hermano Luis Bonaparte en 1806. Antes los revolucionarios franceses, en 1795, habían propiciado la aparición de un Estado títere en territorio neerlandés con el nombre de República Batava, que recogía el nombre de los naturales que habitaban en la antigüedad.
Los territorios de la periferia del oriente ibérico bien podrían haber sido reconocidos como «ibéricos», por cuanto fueron el hogar de los íberos, el pueblo así llamado. Los carpetovetónicos de la Meseta no eran íberos, sino un pueblo de habla celta, así como los lusos de Viriato . Sin embargo, ahora mismo y en el siglo XIX decir Ibérica, con mayúscula, es referirnos a la península llamada así por los griegos antiguos, nombre que ha sido resucitado por la geografía moderna, aunque hubo quien pretendió llamar ‘Iberia’ a los Países Catalanes. De lo contrario, no se podía obviar la historia, bien conocida por hombres como Joaquim Rubió i Ors, que iniciaron el despertar de una cultura adormilada por siglos de castellanización. La Renaixença surgía y también la necesidad de referirse a la lengua que todos juntos cultivaban (resucitaron el término «lemosín» del siglo XVI) y el país donde se habla. La historia, pues, tenía que dar la solución al nombre del país. En definitiva, como explicaba en sus ‘Décadas’ Gaspar Escolano en 1610: «Como fue poblado desde su conquista casi todo de la nación catalana, y tomó della la lengua, y están tan paredañas y juntas las dos provincias, por más de trescientos años han pasado los deste reino [els valencians] debajo del nombre de catalanes, sin que las naciones extranjeras hiciesen diferencia ninguna de catalanes y valencianos». Y catalanes eran todos «hasta que cien años o poco más a esta parte, que el rey católico don Fernando de Aragón unió su corona con la de Castilla, cada una de estas naciones ha tirado por su cabo, como sintiendo la ausencia de su cabeza, y así tenidas por diferentes». Ya ven: el infausto matrimonio de 1469.
De la historia del derecho vino la solución
Es muy sencillo: estudien historia. La historia se puede escribir de múltiples maneras, cabe decirlo, y el relato varía según quien la escriba, es cierto. Y ahora alguien dirá: pues tú David también barres para casa. ¡Vaya! No diré que no, más aún cuando me sitúo al margen del discurso dominante. Si ahora y aquí escribo así y, evidentemente soy catalanista, es porque hay españolistas, desde el españolismo bronco hasta el regionalismo de prebenda y pandereta que ahora se estila en la ‘Comunidad’ de Ximo y de Ribó, que han construido un discurso hasta el histrionismo que niega la catalanidad de buena parte de mi país. No me negarán que el pasado abril, la exhibición delirante de la gigantesca -¡monstruosa!- sábana con el «azul blavero» en el Hospital Clínico de Valencia no fue de traca. Contra el coronavirus, ‘xe tira de blaverades!’ (‘¡chaval, tira de blaveradas!’) Y ahora todo el mundo cantad, con marcialidad: «paso a la región que avanza en marcha triunfal» (1), que el virus pasará de largo.
Un benemérito historiador del derecho, Benvingut Oliver i Esteller (1836-1912), un señor de Catarroja, de la ‘Horta’, muy valenciano pues, usó un término para referirse a la comunidad nacional surgida en tiempos de Jaume I. El hombre, inocentemente, porque no había ninguna pretensión más allá de la descriptiva, llamó a aquellas -las nuestras- tierras como Países Catalanes. Lo hizo en la introducción del volumen primero de su ‘Historia del derecho en Cataluña, Mallorca y Valencia. Código de las Costumbres de Tortosa’ (Madrid, 1876). El hombre, por necesidad de explicar las características de un territorio con un derecho común, definió éste, otrora Cataluña y punto, como Países Catalanes. La cita completa, porque no es mi intención ocultar nada al lector, es la que sigue (pág. 22 de la introducción):
«Examinada desde este punto de vista y con este criterio la legislación de los países catalanes durante el siglo XIII, es como se explica que poblaciones como Barcelona, Lérida, Tarragona, Mallorca y aún Valencia pudiesen vivir sin otra legislación que la consignada en sus particulares privilegios.»
Benvingut Oliver no era un pelagatos cualquiera ni un perverso catalanista que quería comerse Valencia. Era un señor -digamos- del terreno que hizo carrera en el mundo del derecho, un hombre que prosperó profesionalmente hasta convertirse en el más reputado experto en derecho inmobiliario español. Junto con el jurista barcelonés Manuel Duran i Bas, entre catalanes de cada orilla de la Sénia iba la cosa, representó al Estado español en el Congreso Internacional de Derecho Mercantil celebrado en Amberes en 1885. Y, hombre del ‘establishment’ borbónico de la Primera restauración, fue quien redactó los capítulos matrimoniales de la infanta María Teresa, hija de Alfonso XII, Y el príncipe Fernando María de Baviera.
Simpatía de todos los Países Catalanes
Benvingut Oliver no era catalanista. Apenas el catalanismo balbuceaba cuando escribió su ‘Historia del derecho en Cataluña, Mallorca y Valencia’. Había ‘Renaixença’, sí, pero aún no bautizada con ese nombre. Oliver era uno de esos letrados estudiosos del derecho de aquella ‘España incorporada o asimilada’ que difundía un mapa político del Estado español de 1854. El 22 de junio de 1881 ingresó en la madrileña Real Academia de la Historia con el discurso titulado ‘La nación y la realeza en los Estados de la Corona de Aragón’, una disertación en la que honra la ‘nación’ gobernada por la ‘casa de Barcelona’. Así, bien clarito, ‘casa de Barcelona’, que por eso eran descendientes de Guifré I el Pilós (Wifredo I el Velloso). Más adelante, con el también académico de los «Países Catalanes» Fidel Fita, Oliver publicó ‘Las cortes de los antiguos reinos de Aragón y Valencia y Principado de Cataluña’ (Madrid, 1901).
Mientras tanto, el catalanismo daba sus primeros pasos. La Renaixença literaria inicial cobraba vigor político y tímidamente integraba la nación completa. No parece que para la lectura de la historia del catarrogés Oliver, el republicano federalista Josep Narcís Roca i Farreras escribiera en las páginas del diario ‘L’Arch de Sant Martí’ (18 de abril de 1886), a propósito de la restauración del monasterio de Ripoll:
«Unión nacional de las provincias catalanas, de toda Cataluña; simpatía de todos los paises catalanes de aquí y de allá del Ebro, de aquí y de allá de los Pirineos orientales, fraternidad de todos los pueblos de la confederación ibérica de la antigüedad; emancipación nacional, y vida y derechos polítichs de Cataluña como pueblo y patria; renacimiento de Cataluña como nacionalidad ó gente: esto simboliza la restauración de Ripoll».
Benvingut Oliver y Josep Narcís Roca llegaron al corónimo por necesidad. Cómo definir la patria que une a todos los connacionales catalanes. Lo de la «patria limosina», como denominación del país, de Víctor Balaguer, había quedado atrás. Estaba claro que el catalán era catalán y no un dialecto occitano. Y allí donde se habla catalán, sea donde quiera, no tenía mejor definición, utilizando un plural, que Países Catalanes. Sin embargo, el nombre que apela a la «simpatía» todavía tardó en cuajar. ¡Caramba con las reticencias! Incluso hubo un benemérito señor, catalán de corazón, que se enredó con el nombre ‘bacavés’ (‘ba’ de balear, ‘ca’ de catalán y ‘ve’ de valenciano) para el idioma y Bacavia para la patria. El autor de la propuesta, Nicolau Primitiu Gómez Serrano, no iba tan bebido de entendimiento como puede parecer a priori. Miren: Pakistán surgió de ‘Pa’ de Punjab, ‘K’ de Cachemira y el sufijo ‘-tan’ de ‘Beluchistán’. Y aquí en Europa, ¿qué es el ‘Benelux’, pues? O qué era ‘Checoslovaquia’? En otro caso, unos que sí que acabaron como unas luces, Xavier Casp y Miquel Adlert, pretendieron una ‘Comunidad Catalànica’ -¿quién lo diría?- para definir lo que Oliver el de Catarroja definió, en suma, como ‘Países Catalanes’.
En definitiva, una cuestión de nombres. Concurso de sinónimos para no llamar Cataluña al país completo y catalana a la lengua de todos los catalanohablantes. Joan Fuster, con buen criterio, escribió en 1962, en un opúsculo titulado, precisamente, ‘Cuestión de nombres’:
«Quizá -al menos es mi punto de vista-, lo ideal sería adoptar, no ya la forma «Cataluña Grande», sino sencillamente Cataluña, para designar nuestras tierras. Ahora bien: esta aspiración debe aplazarse ‘sine die’. Podemos preparar las condiciones materiales y morales para que un día sea ya factible».
Así que: «Más apta que la forma «Gran Cataluña» o «Cataluña Grande», es la de «Países de Lengua Catalana». Y mejor aún, la de «Países Catalanes», que tanto se ha extendido en los últimos diez años, y que con eso mismo ha hecho la prueba de su viabilidad. ‘Países Catalanes’ tiene, en primer lugar, la ventaja de la concisión y de la «normalidad». Tiene, por añadidura, otro, que provisionalmente salva y acoge las persistencias de los particularismos tradicionales: es un plural. He dicho antes que hay particularismos porque hay particularistas. Negar que, dentro de nuestra radical «unidad de pueblo», no existen unos matices regionales de perfil decidido, sería estúpido y suicida. La historia y las estructuras socioeconómicas nos han marcado, hasta hoy, con un «carácter» local ligeramente distinto. La «unidad» que somos abraza y tolera una pluralidad perceptible. Es lógico que el nombre que pretendemos imponernos refleje esta pluralidad a la vez que afirme y afiance nuestra unidad. Por ello ‘Países Catalanes’ es el término más oportuno que podríamos encontrar. Estoy persuadido de que no sólo es el más oportuno: creo, que es el único que, en nuestras circunstancias actuales, puede servirnos».
Y he aquí la historia sumaria de una denominación, que aún hoy en día levanta ampollas, al menos, entre esa gente -como diría Ovidi Montllór- que no le gusta que se hable, se escriba o se piense en catalán. En resumidas cuentas, había necesidad de un nombre, de un corónimo, y ‘Países Catalanes’, el nombre con el que Benvingut Oliver designó al país, fue y es una buenísima solución, la mejor posible.
(1) Del Himno oficial de la ‘Comunidad Valenciana’, cuya letra comienza: «Para ofrendar nuevas glorias a España/Nuestra región supo luchar…»
EL TEMPS