Después de las manifestaciones de los sábados, remedo del rezo de las sabatinas, qué tiempos los del nacional catolicismo, pero sin tanta bandera, sin tanto alboroto, que presagian los preparativos de una guerra venidera, para que sus organizadores, expertos desde hace al menos doscientos años, la pongan en marcha. Tiempo al tiempo y siento miedo. Es que nos encontramos con la fase «no beligerante» que precede la beligerancia. Escribo desde mi observatorio de papel, con sólo la pluma (el teclado del ordenador), la memoria, baúl de los recuerdos, y mi viciada disposición a usar lentes ahumadas. Los libros escolares me llevaron de la mano desde las guerras púnicas, a la de las Galias, «vine, vi, vencí», hasta las devastadoras de los imperios, el español, genocida, el inglés, genocida, el francés, genocida, y sin embargo, en cada país, encomiadas con fervor patriótico, enfermedad al parecer incurable inoculada desde niño, dejando dañada el alma para siempre. Y hasta que la memoria alcanza, las otras guerras oídas en la sobremesa de boca de un maestro escuela, mi padre, la del Riff, el desastre de Annual, más arriba la ruso-japonesa, la franco-alemana, la Gran guerra, y el cañón Berta de la casa Krupp y la más inmediata, la del 36, que no puedo echar de encima, habíamos «tomado Sigüenza», Jadraque, y roto el frente por los embalses de Tremp.
Con la incomodidad de no tener amo ni dueño, procuro los ojos de legaña, y contar lo que ven. Como no quiero quejarme tal que George Orwel cuando escribió con amargor, cómo hechos de la guerra del 36, en los que asistió como testigo y partícipe fueron mal interpretados por quienes no estuvieron «allí». Así sin que nadie me dé credencial, me nombro corresponsal de esta guerra, que oculta, traicionera, en sordo silencio, se está fraguando. Las armas desplazadas por banderas, gritos, improperios, y la manifestación como táctica militar, gentes-soldado vociferando y en formación, el tiempo cuando mandaba el general regresa, escucho el tararí de zafarrancho de combate, se pasa lista a quienes acuden al banderín de enganche. Pero ahora no son transportados en camiones de ganado, sino en autocares con aire acondicionado, y por esos días en vez de banderas flameaban moqueros, brazo en alto, y las gargantas llenas de «volverán banderas victoriosas».
La guerra de ahora tiene un objetivo: esta tierra nuestra, arrasada cien veces, inhóspita, sembrada de huesos de soldado. Quiero ser neutral, no me dejan, pero digo, por enésima vez, que soy soldado sin bandera, sin patria conocida, todas hago mías, y, si salvo una, es la que cubre el paisaje de mi infancia, los álamos de verde plata, los olmos de la plaza, donde al oscurecer se acostaban los pájaros, el arrabal grande que ya no existe, la procesión del Corpus. Esta confesión me da crédito de prudencia neutral, aunque tanto grito, tanta bandera, no me dejan serlo. Sin más paso a relatar los acontecimientos por mí vividos el domingo 17 de marzo en Pamplona. La mañana soleada, paseantes preocupados, mucho miedo, los noticiarios anuncian la venida de gentes de fuera, más de trescientos autobuses los traerán como apoyo a una de las Españas, la que convoca bajo la excusa de «Navarra no se vende», y «no es moneda de cambio». Una tabarra. El miedo crece cuando se sabe que además y a las mismas horas hay convocatoria de LAB, y se celebra el Gazte Eguna. Algún transeúnte arropado en la tricolor y empiezan los rifirrafes, «Navarra foral siempre española», contestada por «fascistas». Se expresa la escisión, las dos Navarras, proyección de las dos Españas, y los ánimos se encrespan. Y el presidente, convertido en «capitán de facción y cabecilla de partida», impartió fe: «quien no acuda a la manifestación no es gente de bien, ni ama la libertad ni los fueros». Coincide con los que, cuando vivía el general, eran demócratas «orgánicos». Seguían, sin embargo, con la emoción antes que la razón.
Vino una muchedumbre fervorosa, se les repartió la bandera de Navarra gratis, las tricolor de pago y ocuparon la ciudad. Dos helicópteros clavados en el cielo transmitieron el acto a través de la televisión de la Iglesia, y su hermana la COPE, nos dieron cuenta del curso de aquel río de banderas, letreros, bocas vociferantes, los rostros aparecían en rezago. Las tricolor casi copaba a la roja, y qué, si habían venido a defender los fueros en peligro, olvidando los cinco recursos que el PP interpuso ante los tribunales de Madrid contra acuerdos del Parlamento Foral, y los presidentes de las Comunidades de la Rioja y Aragón, también fueron al Constitucional recurriendo contra «los fueros», y el Foro de Ermua, contrario a «los privilegios», ahora en apoyo de los fueros. Y la misma «falange auténtica» ha venido a defender a Navarra y sus fueros. El locutor aburre con explicar el sentido de los fueros. Dice: «la unión feliz de Navarra a Castilla», «en 1512, hubo un pacto de Navarra con España», «una unión ex aequo». No dice cómo fue aquello. Le diré, por si no lo sabe, con voces ajenas: «la anexión fue conquista a sangre y fuego» (M. Puy Huici), los cien castillos que defendían el reino desmochaos e incendiados (Iñaki Sagredo), «la ocupación militar duró más de un siglo» (Idoate), Felipe II, ordenó la construcción de la Ciudadela «para sujetar a los navarros». Y que el coronel Villalva, del Ejército invasor del Duque de Alba, dio licencia a sus infantes que convenía fuese castigado (el valle de Garro) con mucha crueldad, los moradores fueron metidos a saco pegando a las casas y las llamas alumbraban los montes… los infantes no acababan de robar… muchas doncellas fueron forzadas» (Luis Correa, autor del libro «La Conquista de Navarra», editado en Toledo el año de 1513).
Acabada la manifestación, una hora después y, como por encanto, se disipa la muchedumbre. Pamplona pasó a ser lo que cualquier sábado, y se celebra la semana del pincho. Queda como anécdota la Policía española consultando, callejero en mano, las calles de la ciudad y el blindaje del Casco Viejo que impidió disturbios.