El ataque con drones y misiles de Irán contra Israel de la noche del sábado al domingo confirma que la escalada de violencia en Oriente Próximo que se ha vivido desde la acción de Hamás del pasado mes de octubre, con la guerra de Gaza y el crecimiento de las hostilidades en la frontera entre Líbano e Israel, debe leerse en la lógica de un conflicto global, tanto por sus componentes geoestratégicos como por la retórica ideológica y religiosa con la que se envuelve. Dicho lo mismo de otra forma, el hecho de que Irán se involucre directamente en una confrontación con Israel –no ya sólo a través de las milicias que financia y controla en Gaza, Líbano y Yemen– desmiente la lectura de esta escalada de violencia en una lógica estrictamente local, como un episodio más –una nueva intifada y su represión, por así decirlo– de lo que tradicionalmente se ha llamado “el conflicto de Oriente Próximo” –como si en Oriente Próximo no hubiera otro conflicto– y que sería el conflicto árabe-israelí o si se quiere el israelí-palestino.
Irán no es un país árabe, no tiene fronteras con Israel, ha estado enfrentado con países árabes de la zona y es un actor con ambiciones geopolíticas que van más allá de lo que pueda ocurrir en Gaza. Prueba de este carácter global de la actual escalada de violencia en la zona fue que, tanto el pasado mes de octubre como este último domingo, uno de los primeros y de los más contundentes líderes internacionales que han condenado los ataques de Hamás y de Irán ha sido el líder ucraniano Volodímir Zelenski, recordando la fuerza del eje estratégico entre Irán de los ayatolás y la Rusia de Putin –un eje tan fuerte, como mínimo, como el que une a Israel y los Estados Unidos y a ratos la Unión Europea– y recordando también que los mismos drones iraníes que han atacado a Israel son los que utiliza Rusia para atacar a Ucrania. Zelenski ha dicho así que la guerra de Gaza y la guerra de Ucrania son de hecho, para él, una misma guerra de carácter global.
Desde el fin del imperio otomano en esa zona y del posterior mandato británico sobre Palestina, existe en esa zona un conflicto de carácter nacional y territorial nunca resuelto. El conflicto que provoca la existencia de dos proyectos nacionales sobre un mismo territorio y con poblaciones relativamente mezcladas. Cuando existen dos proyectos nacionales sobre un mismo territorio, una posibilidad es que uno se imponga al otro por la fuerza y lo destruya. En este caso, que sólo hubiera espacio para un único proyecto nacional en todo el territorio del antiguo mandato británico, que incluía Cisjordania y Transjordania, o al menos un único proyecto político entre el río Jordán y el mar, eliminando al otro. No parece posible ni deseable, al contrario. Así pues, la alternativa aplicada también dramáticamente a otros casos en el momento de la descolonización, es que en el momento de la descolonización los dos proyectos nacionales se repartan el territorio. Es lo que propusieron Naciones Unidas en su momento, hace ya casi ochenta años. Es decir, la creación de dos estados con fronteras definidas, que se comprometan a no agredirse –como decía el escritor pacifista Amos Oz, no es necesario que se quieran, sólo es necesario que no se maten– y que acepten minorías respetadas en su interior. Esto es complicadísimo. Tanto, que nunca ha llegado a suceder. Es necesario que las dos partes se reconozcan mutuamente y es necesario definir por dónde pasarán estas fronteras. Sobre un territorio pequeño y cargado de significación emocional y religiosa, cuesta mucho trazar estas líneas sobre el suelo. Pero en cualquier caso, la lógica es nacional y territorial. Y es en términos territoriales cuando se resuelve.
Pero la escalada de violencia que comienza con el pogromo de Hamás el pasado octubre, ni por el momento en que se produce ni por cuáles son sus protagonistas y cuál es su retórica ideológica, se explica en este marco. El momento en que se produce no es el más alejado de la historia en cuanto a la aceptación real de ambos estados: precisamente es el momento en el que están más maduros los intentos de aproximación entre Israel y los países árabes del entorno, que si terminan fructificando llevarán necesariamente a un reconocimiento de un Estado palestino, avalado por los demás países árabes. Un acercamiento entre Israel y los países árabes que, por cierto, no interesa en ningún caso a Irán, porque precisamente se produce por el recelo compartido frente a las ambiciones geopolíticas iraníes.
Por otra parte, la reivindicación de Hamás –y de Irán, que le apoya– no es la creación de un Estado palestino junto a Israel. No es ni siquiera la creación de un Estado palestino. Es la eliminación del Estado de Israel, en el marco más general de una exportación del modelo político y religioso de la república islámica de los ayatolás. Y la argumentación en torno a ese ataque inicial no es ni territorial ni se hace en nombre los derechos de los árabes, sino que es de carácter religioso y se dirige al conjunto de los musulmanes. «Jerusalén será de los musulmanes», ha dicho Ali Jamenei. Ni de los judíos ni de los cristianos (aunque sean árabes) ni de los laicos. Israel es una cuña judía y occidental en tierra musulmana que debe ser extirpada. Estados Unidos no es sólo un aliado estratégico de Israel, sino que es sobre todo la encarnación de este occidente que hay que combatir. También Lavrov, el ministro de exteriores ruso, habla de occidente como adversario, tanto cuando se refiere a Oriente Próximo como cuando se refiere a la guerra de Ucrania.
Una parte muy importante de la opinión pública occidental ha creído –o ha querido creer o ha querido hacer ver que creía– que la escalada actual de violencia en Oriente Próximo debe leerse en la lógica del problema nacional y territorial no resuelto. Y es evidente que es necesario resolver este problema. Pero como ahora se ha visto, con el ataque iraní, que este grave problema, que hay que solucionar, no está en el fundamento de la actual radicalización del conflicto. Los dos estados son la solución, pero de otro problema, no de éste. Aunque algunos dirigentes occidentales unan ambas cuestiones. Algunos, como Pedro Sánchez, por pura frivolidad y por ganas de gesticular frente al propio electorado, por razones domésticas. Otros, más respetables, fundamentándolo en la hipótesis –sólo puede ser una hipótesis–, de que si se solucionara el conflicto nacional-territorial, el otro conflicto, el geopolítico y religioso tendría menos leña para encender fuego y se acabaría apagando.
Voces árabes de Cisjordania han dicho estos días que el ataque de Irán contra Israel (y el de Hamás de hace medio año) son una catástrofe para su causa, que es la de un Estado palestino. Los gobiernos árabes de la zona se han puesto de espaldas a la acción iraní o, como en el caso de Jordania, la han combatido directamente. El ataque iraní sitúa la escalada del conflicto en un marco global, geopolítico, con una retórica religiosa o ideológica antioccidental. Hay un conflicto real, nacional, territorial, que se debe resolver, pero su resolución debe producirse en otro ámbito, en otra lógica, que no sólo es diferente sino que es contrapuesta a la lógica de la confrontación entre Irán e Israel (y de los respectivos bloques geopolíticos). Lo que está pasando no ayuda en nada a ello. Cuando tienes dos problemas, necesitas dos soluciones o dos actitudes. Una solución única o una única actitud para ambos problemas no es suficiente. Y muy a menudo equivocarse en el diagnóstico del problema es equivocarse en las soluciones que podrían aplicarse o en las actitudes con las que deberías afrontarlos.
EL MÓN