La sociedad húngara se está sometiendo a la llamada ley de la esclavitud, que supone la obligación de hacer hasta 400 horas extraordinarias, que los empresarios pueden pagar a plazos durante tres años. No es exagerado decir que, con esta ley, el primer ministro, Viktor Orbán, ha culminado sus anhelos ultraliberales anunciados en la década de los 90, cuando se presentaba como fervoroso seguidor de Margaret Thatcher. Los datos oficiales no ocultan el estilo de Orbán los últimos tiempos. Aunque Hungría es de hecho una democracia defectuosa, camino del autoritarismo posdemocrático, el ministerio de Finanzas no ha querido o no ha podido ocultar que el 70% de las empresas investigadas -más de 13.000- han cometido fraude en cuanto a su relación con más del 68% de los trabajadores. Casi un 15% no tenían un contrato legal y recibían el salario en negro.
Donde pasan más estas cosas es, lógicamente, en el ámbito de la construcción, terreno abonado para hacer aún más irregularidades con el apoyo de la nueva ley de la esclavitud: ¿cómo y quién contabilizará el tiempo de trabajo, el de descanso y las horas extras? Los trabajadores húngaros están cada vez más desprotegidos pero pocos se atreven a plantar cara. Las protestas de diciembre pasado parecía que podían estar incubando una huelga general, y de hecho se habló de ello. Pero las semanas han ido pasando y lo único que se ha cumplido es la aplicación de la maldita ley.
Orbán está, pues, bien enhebrado en las tres vertientes ultras de su ideario: el socioeconómico, estableciendo el sálvese quien pueda; el político, interfiriendo en la libertad de prensa y la independencia judicial; y el ideológico, imponiendo nostalgias imperiales y étnicas. Y una vez evaporados los humos de indignación de diciembre pasado, ¿qué piensa hacer la oposición? No parece que los sondeos le auguren ninguna subida al Partido Socialista, que en las elecciones del año pasado apenas superó el 12,33% de los votos. La escisión socialista DK está atascada en el 5,58%. Y los verdes del LPM no van más allá del 6,92%. La suma expresa el drama de la izquierda húngara: no llega al 25% de los votos y no parece que pueda crecer a corto plazo. La mayoría de analistas independientes son pesimistas. La falta de cohesión opositora representa barra libre para la derecha gubernamental del Fidesz -con un 48,51% de los votos-, que siempre puede curar dolores de cabeza futuros recurriendo al 19,51% de los votos de la extrema derecha del grupo Jobbik. Además, los datos macroeconómicos favorecen a Orbán: el PIB creció un 4% en 2108, y el desempleo no supera el 3%.
Viktor Orbán se siente tan seguro de que no se priva de jactarse de sus buenas relaciones exteriores. Tanto con Vladimir Putin, que le suministra todo el gas y el petróleo que necesita, como con Steve Bannon, el gurú post-Trump que, en silencio y con millones de dólares, está fomentando la confluencia ultra europea para derribar la UE. En medio, Orbán dispone de algún abrigo emocional y físico donde verter la nostalgia de aquella Hungría que perdió las dos terceras partes del territorio justo hace cien años. Y es por ello que desde el 1 de enero el primer ministro ha trasladado su despacho muy cerca del Palacio Real, donde residían los jefes de gobierno de Miklós Horthy, el regente fascista, aliado de Hitler. Asimismo, Orbán ha retirado la estatua de Imre Nagy, el primer ministro comunista que en 1956 se enfrentó a la URSS. Símbolo de la primera y única revuelta democrática que ha vivido Hungría.
ARA