Dice Anthony Browne en «Ridículament correcte» (La Campana, 2010) que en gran parte de la esfera pública, “la corrección política ha sustituido la razón por la emoción, y ha subordinado la verdad objetiva a la virtud subjetiva”. Lo peor del dogmatismo de las opiniones que se amparan en la corrección política, en consecuencia, es que no se limita a creer que tiene la verdad, que ahí es nada, sino que además tiene la convicción que está en posesión de la virtud. Y, por lo tanto, los que no comparten la misma idea no es que vivan en el error, sino que además son malas personas. De este modo, si se cree que los oponentes no tan sólo se equivocan sino que son malas personas, es fácil acabar justificando el ataque personal a los que piensan diferente.
A la extensión de esta lógica de lo “políticamente correcto” ha ayudado, está claro, el hecho de vivir en una dictadura de la opinión. Se trata de un falso democratismo que ha considerado que la defensa de la razón, de la verdad o de la excelencia –que por definición son bienes escasos con pocos poseedores– eran de naturaleza aristocrática y que fomentaban la desigualdad. Y en lugar de emprender el difícil combate de extender la razón, la verdad y la excelencia, se ha encontrado la solución fácil de dar voz a todo el mundo, con independencia del valor de lo que diga, elevando la opinión subjetiva a la máxima dignidad dialéctica. La idea es clara: si la verdad es escasa y tozuda, la solución es generalizar la ignorancia, que es abundante y generosa. De paso, si la verdad hay que agradecerla con humildad a quien se ha dejado la piel, la opinión tiene la ventaja que es por completo de cada uno y de la que puede hacer lo que quiera con toda arrogancia.
En el plano de la vida social, la dictadura de la opinión se ha traducido en la obsesión por la “participación”, que ha favorecido un tipo de pertenencia cívica de bajo coste que podríamos denominar “el compromiso por la opinión”. Me refiero a un tipo de vinculación con los asuntos públicos que, lejos de comportar algún trabajo, alguna inteligencia, alguna responsabilidad o alguna contribución económica, se limita a emitir –a “escupir”, podríamos decir– una opinión. Para participar basta con opinar sin ningún riesgo ni consecuencia. En este sentido, es francamente decepcionante descubrir en los medios de comunicación, incluso en los supuestamente más serios, que cada día se hagan todo tipo de encuestas –por otro lado, de valor estadístico nulo– en las que se pregunta sobre cuestiones que de opinables no tienen nada: se saben o no se saben. Preguntar, por ejemplo, si se “cree” que la nevada de hace quince días era consecuencia del cambio climático o no, es una estupidez que sólo genera confusión. Ni los mejores expertos tienen evidencia científica de si se puede relacionar un hecho aislado como una nevada con un proceso de largo alcance que se rige por reglas muy diferentes cómo es el cambio climático. Por lo tanto, si la pregunta no puede obtener una respuesta científica cierta, ¿qué valor tiene que yo “vote” a favor o en contra de si ha nevado por culpa del cambio climático? Hacer creer que esta opinión es valiosa o relevante, es de una gravísima irresponsabilidad cívica.
Decía, sin embargo, que todo ello se agrava cuando se asocia la supuesta verdad con una no menos hipotética bondad. Una tentación en que cae sistemáticamente la política, un terreno en el cual, en lugar de enfrentar al adversario los argumentos más inteligentes posibles, el recurso habitual es el de descalificarlo personalmente. El combate político se ha convertido en una guerra cuyo objetivo principal es hacer perder la confianza en el adversario. De forma que la contraposición de argumentos se convierte en una misión no tan sólo titánica, sino completamente inútil. Pongamos algunos ejemplos. Seguro que hay razones a favor y en contra de construir la MAT, la línea de muy alta tensión, pero el debate ha acabado en el terreno de acusar a quienes la defienden de ser unos malvados que quieren la destrucción del planeta, y quienes se oponen, de sabotear de manera egoísta el progreso de la mayoría. Y seguro que hay buenas razones a favor y en contra del depósito de residuos nucleares de Ascó. Pero el debate político acaba entre los que se supone que quieren poner en riesgo a todo el país por un interés local y los que se dice que obstaculizan la construcción por estrechez mental u oportunismo electoralista. Y todavía estoy seguro que debe haber buenas razones para debatir si la forma y el contenido de la entrevista de Mònica Terribas al presidente José Montilla fueron adecuados tanto desde el punto de vista institucional como periodístico. ¿Por qué no se debería poder discutir? Sin embargo, finalmente, el pim-pam-pum acaba trasladado a una discusión de quienes se supone que tienen una visión patrimonial de los medios públicos y querrían imponer la censura y la genuflexión obligada, contra quienes opinan que la entrevista de Terribas sólo se explica por la voluntad malèvola de hundir al tripartito.
En consecuencia, se hace prácticamente imposible que los argumentos más fundamentados encuentren su espacio propio y respetado, y todo acaba con una trifulca de opiniones partisanas entre quienes, sin saber qué es la alta tensión, opinan de si la quieren o no, entre quienes sin tener ninguna idea de los riesgos se apuntan con entusiasmo a opinar sobre el depósito nuclear o entre los que, antes de ver la entrevista presidencial, ya “sabían” como iría. Y, entretanto, quedan sin respuesta el por qué hay un independentismo al que viene bien la dependencia eléctrica exclusiva de España, el cómo puede ser que el ciudadano esté dispuesto a pagar 50.000 euros diarios por alquilar un depósito de residuos nucleares en Francia o cómo puede ser que un debate partidista sobre las formas de una entrevista acabe escondiendo lo que se dijo.
Sólo un ejercicio de sobriedad en el ejercicio de la opinión nos podría ayudar a salir de este lodazal. Sólo una mayor valoración de la búsqueda de la verdad en contra del relativismo de la opinión nos permitiría avanzar como sociedad sólida. Sólo una separación estricta entre la razón y el juicio moral nos permitiría recuperar los debates que el país tiene pendientes para dibujar un futuro emancipado.