«Somos el 99%» fue el grito de guerra del movimiento ‘Occupy Wall Street’, réplica del 15-M que, a partir de septiembre de 2011 ocupó espacios emblemáticos de una cincuentena de ciudades por todos los Estados Unidos. La iniciativa, entonces, suscitó esperanzas entre aquellos que veían anestesiadas unas izquierdas impotentes ante la deriva neoliberal de las últimas décadas. Visto en perspectiva, y echando una mirada al panorama actual, bien podríamos concluir que, en realidad, «somos 9.900 grupúsculos del 0,01%». La fragmentación de este espacio, por causas diversas, obsesivas, y casi nunca coincidentes entre sí, están condenando a las izquierdas, en todas partes, a la irrelevancia.
Ciertamente, y tal vez desde el mitificado mayo del 68, las transformaciones sociales del último medio siglo han generado una especie de «tectónica de clases» que hace difícil buscar espacios comunes entre una heterogeneidad de personas con intereses divergentes. Buena parte de las diversas tradiciones ideológicas, quizás renunciaron a crear un proyecto lo bastante atractivo para la mayoría social, y por el contrario, se adentraron en la búsqueda de nuevos proletarios. Se puede decir, entonces, que en vez de unir a los damnificados por el sistema, establecieron una especie de competencia a ver cuál es el colectivo más desgraciado y oprimido. Había muchos donde elegir: los no-blancos, las mujeres, los indígenas, los habitantes de las colonias, las minorías sexuales… A ver, que no se me mal interprete. Estas causas que conllevaban reparar injusticias seculares son éticamente intachables y políticamente irrenunciables. El problema es que a menudo se cayó en la trampa de dinámicas donde la disfrute en el agravio era mayor que el proyecto material para repararlo. En Norteamérica, hace varias décadas que se popularizaron los estudios culturales, que si bien resultaban de utilidad para reivindicar el papel de aquellos colectivos cuyos relatos habían sido invisibilizados por los relatos y las historias oficiales, a menudo han derivado en laberintos de resentimiento que hace imposible el necesario diálogo con el mundo. Se produce, pues, aquel fenómeno denunciado por el historiador Tony Judt en que toda conversación política había desaparecido porque cada colectivo se recluía en la propia seguridad del gueto.
Entre los espacios más activos últimamente, y que están acaparando buena parte de la atención del espacio de las izquierdas, encontramos el movimiento Queer, en buena parte teorizado por pensadores como Judith Butler, consistente en impugnar las creencias tradicionales sobre la sexualidad en tanto que construcción más social que biológica. Fruto del relativismo cultural y el posmodernismo, esta corriente está impugnando los convencionalismos con un elevado grado de agresividad. Más allá de las teorías, grupos y grupúsculos que tienen estas ideas como banderas, están tensionando el debate hasta el punto de que resulta fácil caer en el sectarismo y en una especie de maccarthisme queer. Esto se ha traducido, por ejemplo, en linchamientos mediáticos a disidentes que no comparten su visión del mundo y en sabotaje, incluso en un mundo académico que debería caracterizarse por la libertad de pensamiento, a quien no comulga con estas teorías. Dentro del movimiento feminista, los antagonismos entre aquellos sectores más tradicionales donde prima la dimensión de la discriminación material y económica por un lado, y aquellas que consideran central la cuestión del género o el binarismo, hace que a menudo algunas reuniones puedan terminar como las películas de Quentin Tarantino.
Que intelectualmente puedan tener, parcial o totalmente, razón en su cosmovisión y reivindicaciones (y, realmente hace falta un esfuerzo colectivo para asumir responsabilidades respecto a la aceptación de las diferencias y la solidaridad con las discriminaciones que muchas personas sufren) no excluye que estén cometiendo un error. Porque, al fin y al cabo, asistimos a una especie de onanismo de la identidad, en el que la diferenciación radical respecto de los convencionalismos, hasta el punto en que la singularidad se convierte en una bandera, en realidad equivale a la renuncia a la transformación social y a los valores republicanos, y a poner el énfasis en cuestiones, mal que pese, secundarias.
Frente a la propia responsabilidad de fragmentar las izquierdas, es habitual tachar a quien no se adhiere a la causa, de «patriarcado colonial heteronormativo». Francamente, una izquierda que necesita llevar un diccionario en la mano, y que incurre en contradicciones como la aceptación de restricciones sexuales y de indumentaria en religiones no cristianas (inaceptables para mujeres occidentales) hacen caer en contradicciones tan flagrantes que no hacen otra cosa que desacreditar a las izquierdas. Quizás este era el plan de aquellos a quienes inquietaban los manifestantes que, ante Wall Street, anunciaban que eran el 99%.
EL PUNT-AVUI