En el apasionante contexto de la sostenibilidad hay un dato fundamental y extendido ya entre los gobiernos locales, regionales y nacionales de todo el mundo. Se trata de la denominada huella ecológica. El concepto de huella ecológica se ha desarrollado desde 1990 por expertos de Canadá buscando medir, de forma fehaciente, cuál es la carga que ejercemos los seres humanos sobre el planeta y el territorio determinado en el que desarrollamos nuestra vida ordinaria. En suma, la huella ecológica mide los recursos naturales que consumimos y utilizamos para sostener nuestro estilo de vida actual. Este cálculo se basa en dos puntos fundamentales: en primer término, se calcula el consumo de materia y energía de una población definida; en segundo lugar, se define la «ratio» de ese consumo en función de la superficie de tierra o mar requerida para su producción. La huella ecológica de cualquier población (en cualquier nivel administrativo o político) es el total de recursos naturales ecológicamente productivos ocupados para generar los recursos que se consumen, así como para asimilar los residuos y desechos que genera una población determinada.
Esto supone, en perspectiva solidaria, que nuestro consumo afecta a muchos lugares, al igual que nuestros residuos o nuestras emisiones a la atmósfera, a las aguas fluviales o al océano. La localización ecológica de los asentamientos humanos no coincide necesariamente con su localización geográfica, de forma que la huella ecológica de Donostia, Gipuzkoa, Euskadi, Navarra o España en general se reparte entre más de 100 países del mundo. La huella ecológica es una herramienta fundamental para el desarrollo de estrategias y escenarios de cara al desarrollo sostenible, no sólo desde la perspectiva puramente interna sino en clave de solidaridad intergeneracional e internacional en general. Este cálculo es particularmente importante en los ámbitos urbanos en base a cuatro razones:
a) La población: según la ONU, el 45% de la población mundial vive en los ámbitos urbanos. Previsiblemente, un 65% lo hará en el año 2025. En la UE más del 80% de la población vive en núcleos urbanos.
b) El poder político: gran parte de las decisiones políticas con mayor implicación en la ciudadanía se adoptan en los ámbitos urbanos y en sus respectivas instituciones.
c) El poder económico: los ámbitos urbanos son los mayores contribuyentes al Producto Bruto Mundial.
d) El impacto ecológico: los entornos urbanos son, con diferencia, los mayores consumidores de recursos y los mayores generadores de residuos.
Como ejemplo, según los datos extraídos para la Agenda 21 de la ciudad, la huella ecológica de Donostia se sitúa en 3,6 hectáreas por habitante lo que supone un índice muy similar al de ciudades como Barcelona (3-3,5), Helsinki (3,4), muy por debajo de Toronto (7,6) y muy por encima de Santiago de Chile (2,6). Dado que Donostia cuenta con una superficie aproximada de 6105 hectáreas y una huella ecológica de 3,6 hectáreas por habitante, de acuerdo con estos datos, sólo existiría capacidad de carga para 1695 personas dentro del término municipal, mientras la población actual asciende a unos 183.000 habitantes. Si consideramos que hay 1,75 hectáreas por persona en este planeta, los datos de la Agenda 21 local concluyen que al conjunto de los ciudadanos de Donostia le correspondería una superficie de 311901 hectáreas, lo que supone 51 veces la superficie de la ciudad. En resumen, la demanda en Donostia alcanza el doble de la oferta existente; ocupamos una superficie dos veces mayor que la que nos correspondería potencialmente, de modo que un reparto equitativo de los recursos supondría reducir el consumo en un 50% para ajustar dicho reparto. Los datos facilitados recientemente por el Gobierno Vasco hablan en términos muy similares de la huella ecológica actual de Euskadi. Tanto monta para el caso de Catalunya y para el conjunto de España respecto de sus datos recientes sobre sostenibilidad.
De todo ello se desprende que la sostenibilidad en cualquier entorno de Occidente se encuentra bastante lejos de poder alcanzarse. Es evidente que este reto implica a todas y cada una de las Administraciones Públicas y a la sociedad civil en pleno. A tal fin, es necesario continuar profundizando y ejecutando la estrategia definida en las Agenda 21 locales y en las diversas estrategias de sostenibilidad vigentes en todas las escalas administrativas y políticas. Sin embargo, no basta con lo anterior. Este complicado reto responde igualmente a cuestiones culturales, económicas y sociales que la sociedad occidental en general se resiste a asumir abiertamente dentro de sus formas de vida, de trabajo o de ocio. Tampoco la maltrecha realidad del sistema internacional ha ayudado en la presente tarea, ni la UE, por ejemplo, se ha decidido a apostar por un cambio de modelo hacia aquellos parámetros de sostenibilidad que ayuden a equilibrar las necesidades y las demandas de ese mundo aún en desarrollo que representa al 75% de los habitantes del planeta, pero que debe conformarse y subsistir con el 20% de los recursos que genera la tierra. A tal fin, los ejemplos de la explotación de las pesquerías mundiales por determinadas flotas o el incipiente negocio de los derechos de emisión de gases en el ámbito internacional son tan solo algunos de los ejemplos más recientes.
Mientras tanto, tampoco resulta razonable presentar la idea de la sostenibilidad como un nuevo paradigma político ideado por algún intelectual aventajado en un inspirado ejercicio de prospectiva internacional. Nada más lejos de realidad; nuestros «baserritarras» y los de todo el planeta han venido aplicando la idea y la necesidad de la sostenibilidad durante siglos. Precisamente con el convencimiento y la propia necesidad de legar su patrimonio y sus recursos a las generaciones venideras en mejor estado a aquél en que ellos lo recibieron. A ello se añade, a día de hoy, la necesidad de que la solidaridad con el resto del mundo nos invite igualmente a primar el sentido común de la sostenibilidad frente a la vorágine del consumo y el expolio de esos recursos naturales que tanto necesitamos para subsistir como especie.