Sin un nacionalismo enfrente, y contra ti, que te obligue a ser nacionalista, simplemente nadie sería nacionalista. La frase, la saco de un pensamiento acertado de Joan Fuster, que explicaba que él, por formación, por gusto estético, por ganas, no querría ser nacionalista en absoluto. Pero que se lo obligaban. Los otros. ‘Ellos’, por decirlo como el ensayista de Sueca lo decía siempre: ‘ellos’.
Esta pataleta intelectual consistente en negar que el movimiento independentista nace y tiene su motor principal en una reacción obligadamente nacionalista colectivamente nos ha hecho daño y va siendo hora de decirlo. Porque ha nublado mucho el pensamiento crítico y ha facilitado demasiado las maniobrillas partidistas de vuelo gallináceo. Pero sobre todo porque nos ha escondido, nos ha intentado ocultar, la evidencia más palmaria de todas: todo, todo, tiene su origen en la ofensiva nacionalista española.
Las palabras, las etiquetas, son volátiles porque cada poco tiempo pasan de moda o quedan sometidas al capricho del último libro de éxito. Desde el nacionalismo banal, el nacionalismo del Estado, se ha hecho una intensa campaña de demonización de la palabra exacta que los define a ellos. Para clavárnosla por la cara en una operación propagandística más. Resulta que nosotros somos nacionalistas pero ellos no. Y resulta que el nacionalismo, reducido en esta táctica a una palabra en vez de un comportamiento, es malo. Vaya cara que tienen.
El nacionalismo no es ni intrínsecamente bueno ni intrínsecamente malo; siempre depende del contexto y del uso que se haga del mismo. El nacionalismo de Salvini y toda la extrema derecha, el de George Bush y su tropa imperial, el que acosa y agrede a los rohingya, el de Erdogan, el del general Franco y sus sucesores coronados, el de Putin matando disidentes, el nacionalismo chovinista de aquellos japoneses que se niegan a reconocer el pasado belicista de su país está claro que es un nacionalismo condenable, imposible de abarcar. Pero este nacionalismo no tiene nada que ver, salvo el uso de la nación como vector del cambio, con el nacionalismo de los jóvenes de Hong Kong, capaces de enfrentarse al régimen chino, con el de Adenauer, Monnet, de Gaspieri o Churchill, padres de la nación europea aún incipiente, con el nacionalismo de Malcolm X o Ghandi, con lo que expresaban los pies descalzos de Companys gritando ‘Visca Catalunya!’ mientras lo fusilaban, con el nacionalismo épico de los guerrilleros vietnamitas y los de la cashba argelina, con el nacionalismo práctico de los ciudadanos islandeses que atacan la austeridad y el rescate de los bancos en nombre de la nación y del beneficio de todos. El nacionalismo, lo vuelvo a decir, es un vector, un portador, de cambio. Para bien o para mal, que eso depende.
Y depende, entre otras cosas, porque en todo conflicto nacional hay una pugna ineludible entre dos naciones, entre sujetos políticos diferentes. Y no hay espacio para terceras vías, si no es como instrumento temporal de manipulación, como maquillaje para el nacionalismo emergente, desde una parte del poder nacido del nacionalismo banal. O se impone el nacionalismo banal, el español en este caso, ahogando como sea el intento del nacionalismo emergente, o bien éste, el catalán en nuestro caso, se convierte en un Estado y asume rápidamente la condición de nacionalismo banal: indoloro, inodoro e insípido, aceptado como natural.
Es por ello que la reacción virulenta y grotescamente desproporcionada de una parte de los comunes en estas últimas horas es un síntoma magnífico de aclaración y de avance político que hay que celebrar mucho. De Duran a Colau, las terceras vías han intentado una y otra de camuflar la consolidación del bloque de liberación nacional presentándose ellos como neutrales y proponiendo presuntas alternativas, que cuando el conflicto se aclara pierden esta condición. ¿O acaso una España federal no implicaría, sobre todo, el mantenimiento de España y el freno a la independencia de Cataluña?
El problema con las terceras vías ha sido siempre, sin embargo, que sólo se puede mantener la ambigüedad cuando la victoria del otro está lejos y no es inminente. Duran era tercera vía y se movía en ella muy cómodamente, ¿pero donde está hoy Duran? Colau era tercera vía y se movía muy cómoda en ella, ¿pero con quien pacta hoy Colau? No hay más cera que la que arde y cuanto más avanza el independentismo y más cerca está de ganar, menos espacio deja a la ambigüedad y más decisiones que los marcan para siempre se encuentran obligados a tomar los nacionalistas españoles más incómodos con ellos mismos: como abrazarse con Valls y reventar en una sola noche toda la imagen forjada cuidadosamente durante años.
Esto no quiere decir, de ningún modo, que el programa del nacionalismo catalán sea similar en absoluto al del nacionalismo español ni que uno y otro sean intercambiables. El nacionalismo catalán siempre ha ensalzado el derecho a la diferencia y la pluralidad y explora vías para la convivencia de identidades que van tan lejos como nunca se ha visto en ninguna parte. Seguramente es el nacionalismo menos nacionalista. Pero de abrirse a la realidad del siglo XXI a confundir quién entabla la partida y contra quién hay un abismo. Un abismo a menudo alimentado por lecturas mal digeridas o por intereses inconfesables. De parte.
En resumen: cuanto menos terceras vías queden, más claro será todo. Y simple de superar la barrera del 50%, que es la que cuenta, la única que cuenta de verdad. Los comunes han tenido que decidir ‘in extremis’ y su cúpula, o lo que de ella queda, ha optado por sumarse al nacionalismo español, con una velocidad sorprendente a la hora de hacer suyas las manipulaciones y las consignas a las que este nacionalismo nos tiene acostumbrados. Y la parte de los comunes que no lo soportará emocionalmente es la que decantará el debate en favor del independentismo. Que el independentismo no ha crecido por la suma de siglas sino por la suma de personas, de votantes. El independentismo se ha hecho mayor porque se han vuelto independentistas los viejos votantes de Convergencia y del PSC. Y, a la postre, no tiene ninguna importancia quien se ha quedado las siglas ni qué hace. Entre 2014 y 2017 el trasvase de este espacio político fue la clave del cambio. Desde el Primero de Octubre asistimos al trasvase del voto de los comunes, de aquella parte del voto de los comunes que cuando se hace imposible mantener la ambigüedad no puede optar por apoyar al nacionalismo español. Esta, esta gente, ha sido la clave de las victorias electorales del 2019 y ésta será la clave, más acelerada aún, de los tiempos que vendrán.
A condición, eso sí, de que el independentismo extraiga las lecciones correctas de todo esto que pasa y entienda que no se gana ni se crece a partir de la ambigüedad sino a partir de la potencia. Que es el Primero de Octubre lo que convence y genera una nueva ola de adhesiones. Y que en esta banda somos los que somos y estamos obligados a entendernos. Todos, sin excepción. Inventarse que somos una postnación o que las naciones ya no tienen sentido, precisamente en el momento en que estamos más cerca que nunca de ser una nación con todos los atributos y cuando el debate intelectual en el mundo va en sentido contrario, sólo pone de relieve qué poco espesor que tiene alguna intelectualidad partidista, que hace libros como quien hace tebeos. Menos mal que, como avisaba Fuster, el nacionalismo español siempre nos obligará. Basta de invenciones teológicas, pues, que ha llegado la hora de remangarse: de reunirse, de pactar, de encontrar caminos transitables, de prepararlos y de volver a asaltar el cielo. ¡Ojo! si se me permite la ironía.
VILAWEB