Nosotros, el territorio

En la política española es una práctica casi transversal no abordar la cuestión catalana, abiertamente y con valentía, por su nombre. Parece, de tal modo como si les produjera angustia o les provocara sarpullido en la piel pronunciar el nombre de Cataluña, solo, en suma, sin acompañarlo de alguna otra palabra que reduzca o desvirtúe el carácter político o la fuerza simbólica que ya tiene. Así, es normal escuchar a ministros hablando de la «Comunidad Autónoma de Cataluña» o bien la «Comunidad de Cataluña», con la misma naturalidad con que hablan de la «Comunidad de Murcia» o bien de «La Rioja». Y, es obvio que no es lo mismo. Entre otras cosas porque el actual presidente de la Generalitat es el presidente número 131 de la institución, a lo largo de la historia, un número de presidentes que no sólo no puede exhibir ninguna comunidad autónoma del reino de España, sino que tampoco, ay, ni siquiera el gobierno español puede hacer gala porque no llegan a ello.

El bloque constitucional español, al que permanentemente recurren los contrarios a la independencia de Cataluña, define claramente nuestro Principado como nacionalidad y el preámbulo del último Estatuto habla de «nación» y de «realidad nacional», si bien quitándoles toda carga jurídica. También los otros dos Estatutos de autonomía restantes, el de Valencia y el de las Islas Baleares, les otorgan la categoría política de «nacionalidad histórica», algo que no ocurre, por ejemplo, ni en Murcia, ni en La Rioja. Cuando la constitución de 1978 estructuró los territorios del Estado español en comunidades autónomas y ciudades autónomas, como forma administrativa, distinguió, con toda claridad, que había comunidades autónomas que eran nacionalidades y otras que eran regiones. No se podía tratar igual, pues, lo que era diferente.

Pero con el paso de los años y el desperdicio político que aquí hemos hecho del término «nacionalidad», dentro y fuera del país, se ha acabado imponiendo una visión armonizadora y reduccionista, a la baja, que trata a todos como comunidad autónoma y se acabó lo que se daba. No importa, pues, que el órgano de gobierno haya sido creado en 1359, en 1418 o bien en 1982. Hace ya bastantes años que Joan F. Mira ridiculizaba la situación que se producía cuando alguien, en una reunión con representantes de lugares diversos, preguntaba: Y tú, ¿’de qué autonomía eres’? Tan insólito como si alguien, en una reunión del G7, de jefes de estado y de gobierno de la UE o del Consejo de Seguridad de la ONU, preguntara a alguno de los reunidos: Y tú, ¿’de qué independencia eres’?

Hace poco, el candidato a volver a presidir el gobierno español, Sánchez -Pedro, porque Jordi está en prisión por independentista- aumentó un poco más el volumen de la estupidez al referirse a Cataluña como «un territorio» así tal cual. Si fuera ignorancia, haría reír, pero siendo como es mala fe, más bien lo que consigue es que acabemos llegando todos a la misma conclusión a la que llegó el poeta mallorquín Joan Alcover, después de retirarse de diputado en el Congreso, en Madrid, justo a dos meses de haber obtenido el escaño: «enseguida entendí que no había nada que hacer»…

Izquierdas y derechas españolas, PP y PSOE, no han tenido el coraje de admitir la realidad catalana como realidad nacional diferenciada y, en consecuencia, de encontrar los instrumentos y soluciones de autogobierno adecuadas a esta realidad. De ahí la tontería de «Comunidad Autónoma» o «territorio» de Cataluña, en vez de ‘Cataluña’ y basta. El problema, en el Estado español, no es un problema territorial, sino nacional, es decir, plurinacional. Y hablan de territorio porque no quieren hablar de naciones. Sorprende que haya políticos, periodistas y opinadores catalanes, se figura que de los «nuestros», que hablen, con toda naturalidad de «problema territorial», «debate territorial» o «modelo territorial», cuando en realidad quieren referirse a cómo se articula, política, administrativa, lingüística, jurídica, fiscal, internacional y militarmente, la plurinacionalidad existente en el Estado español, una pluralidad que reconoce el bloque constitucional al referirse, sin rodeos, a nacionalidades y regiones como realidades distintas.

La primera obligación de quien forma, informa y dirige es no asumir como propio el lenguaje colonizador y despersonalizador, nacionalmente hablando, del Estado opresor, sino de utilizar las palabras para decir la realidad, el nombre de cada cosa, lo que somos y no lo que quieren que seamos, eso en lo que nos quieren convertir. Precisamente, este 11 de septiembre, no han salido cientos de miles de compatriotas a la calle para que seamos un territorio, gritando somos un territorio, sino porque somos una nación. Nos manifestamos en defensa de lo que somos, justo lo contrario de lo que ellos quieren que seamos: hablar como ellos, utilizar los mismos conceptos que ellos es, desgraciadamente, jugar en su terreno y, por lo mismo, darles la razón a ellos.

EL MÓN