Salvador Cardús
No sé bien de dónde sale lo de las “cloacas del Estado”. Es un término con un significado bien asentado, y por tanto no lo vamos a suprimir. Pero lo cierto es que no lo encuentro adecuado para referirnos al juego sucio del Estado. El alcantarillado es un sistema para limpiar las aguas residuales, canalizándolas, con una larga historia -Wikipedia dice que las primeras canalizaciones conocidas son del 3750 aC-, y su generalización, tal y como las conocemos hoy en día, de hace un centenar largo de años. Las cloacas limpian.
En cambio, de lo que realmente estamos hablando estos días es del “pozo negro del Estado”. Un lugar donde se depositan las aguas fecales, esperando que con el tiempo se filtren los líquidos -con todo tipo de riesgos de contaminación del agua freática- y con la necesidad, cuando se llena, de vaciarlo. Y sí, todos los estados tienen cloacas, pero España todavía no. España tiene un pozo negro -un pozo negro patriótico, claro- que ahora se derrama por todas partes. O mejor dicho, que principalmente evacua toda la basura vertida sobre el independentismo, por mucho que nos quieran despistar con alguna otra salpicadura colateral.
Y he aquí cómo queda marcada la lógica política del momento, paralizada por un pozo negro que se sobra. Por un lado, tenemos a los que siguen llenando el pozo negro de manera descarada, incluso con la bendición del Defensor de (su) Pueblo. Y por otro, los que quieren blanquearlo, relativizando su gravedad, o mirando hacia otro lado para no tener que tomar decisiones graves. El pozo negro ahora está abierto y el cieno empapa no sólo a los que lo han llenado, sino a todos aquellos a los que ya les vino bien la porquería de los Pujol, Mas o Trias.
La estrategia de los Villarejo, Fernández Díaz y compañía no es que fuese muy sofisticada. La primera prueba es que al final todo se ha destapado, y por tanto significa que iban demasiado confiados. Ahora también sabemos -como nos temíamos- que no tenían ningún escrúpulo en mentir en sede parlamentaria o judicial, algo que bien debería tener consecuencias penales. Pero también se les veía venir por los momentos que elegían para enmierdarnos y por los cómplices que elegían. A pocos días de unas elecciones, pongamos por caso. O con la colaboración de medios y periodistas no menos patrióticos, por otra parte bien conocidos, y a quienes no se tenía ningún escrúpulo en invitar -ni entonces ni todavía ahora- para ser entrevistados en los medios de aquí y facilitarles la su trabajo asqueroso.
Del espionaje del Primero de Octubre de 2017 hemos ido retrocediendo hacia el de las elecciones municipales de Barcelona, tanto las de 2019, con la operación Valls en marcha, como las de 2015, en las que hicieron perder a Trias. Y, de momento, hemos terminado en las elecciones al Parlamento de Cataluña de 2012, con aquella imprevista e insólita pérdida de apoyo a última hora del president Artur Mas, “culpable” de haber optado, a su pesar, por el camino de la independencia. Diez años documentados de pozo negro patriótico, y lo que está por salir.
En esta historia de aguas fecales patrióticas, sin embargo, deberíamos tener muy presente el papel de quienes sacaban partido del asunto. Para empezar, de los beneficiarios directos de la mancha. También de quienes, amparados con el sesgo de confirmación -aquella credulidad fácil de cuando te dan la razón-, no pusieron en duda unas desinformaciones pese a las señales de putrefacción que mostraban.
De todo ello debería aprenderse alguna lección. No hablo de ajustar cuentas, que es prácticamente imposible y no nos devolvería nada. Pero sí, al menos, de recordar de quién podemos fiarnos y de quién no. De darnos cuenta de cuándo hacemos de comparsa de quienes ofrecen concordia mientras te espían. De inquietarnos con los llamamientos a la paciencia. De aprender a responder con contundencia a la carencia de respeto a nuestra dignidad nacional y democrática. En definitiva, volver a aprender a decir que ya basta.
ARA