No seremos independientes hasta que no llamemos a la ocupación española por su nombre

No podremos entender nunca por qué gente que se rompió la cara para ejercer el derecho de autodeterminación del 1 de octubre de 2017 continúa votando a partidos que lo supeditan a terceros (España, la Unión Europea, la ONU…) si no entendemos los mecanismos de ocupación.

Mientras que en el análisis político de los países soberanos podemos afirmar que los votos avalan o no la gestión del gobierno (especialmente los sistemas bipartidistas como EEUU o en menor medida España), en un país ocupado, son una herramienta de reafirmación. Lo demuestra, por una parte, la correlación de fuerzas unionista después del 14-F, en donde ha ganado quien hasta ahora mejor ha garantizado la rendición del independentismo: PSOE y En Común Podemos con la ayuda de VOX, que les ha funcionado de espantapájaros para lograrlo.

Por otra parte, lo revela la victoria, por el lado independentista, de los partidos políticos más experimentados a la hora de utilizar los votos sólo en clave identitaria, por mucho que digan los Rufianes, los Tardás, los Simós y los Voltas de turno para negar la ocupación, que es lo que les garantiza tener la cuota de poder que tienen: ‘somos los buenos porque somos los de aquí’. Y no pueden hacer nada más, porque no controlan el discurso económico, cultural o lingüístico. Sólo ser correa de transmisión del Estado para poder mantener esta hegemonía. Y justificarlo con una exacerbación de la moral, en la que colaboran los medios de comunicación: nosotros tenemos más argumentos, somos más dialogantes, somos más valientes, estamos en el lado bueno de la historia. Incluso partidos como el PDECAT: somos los más moderados, los de la cordura. Y la gente los vota porque no ve otra alternativa, porque los incentivos de la ocupación conducen a hacerlo.

Por eso, cuando hablamos de políticos que se planten, que no renuncien a absolutamente a todo (porque han renunciado ab-so-lu-ta-mente-a-todo, incluso a la legitimidad de su propio proyecto político -aceptando incorporar a quien lo quiere destruir), a elegir el president de la Generalitat, a debatir cualquier cosa en el Parlament, a la libertad de pueblo al que representan, no estamos pidiendo realmente nada del otro mundo (lo que demuestra hasta qué punto el sistema hace bajar el listón). Estamos pidiendo romper con este discurso, empezando por hablar claramente de esta ocupación, que tiene el máximo exponente en aceptar utilizar la propia policía para garantizarla o en asumir que se puede ejercer la autodeterminación sin hacer volar por los aires un sistema político pensado para evitarla.

Ya podemos pedir la unidad, una estrategia conjunta o una revolución en la calle, que un problema sólo se empieza a resolver cuando lo identificas de forma correcta y enfocas las acciones a tumbarlo. Si no, das palos de ciego. Y hasta ahora, ni siquiera en octubre de 2017, he escuchado a nadie con poder político, económico o cultural que diga públicamente que el conflicto entre Cataluña y España no va de razones, no va de bondad, sino de la disputa de la soberanía de un territorio.

EL MÓN